Coordinación: Oier Etxeberria.
En consecuencia, avanzo la hipótesis de que el control corporal constituye una expresión del control social, y que el abandono del control corporal dentro del rito responde a las exigencias de la experiencia social que se expresa. Aún más: difícilmente se podrá imponer con éxito un control corporal sin que haya un tipo de control equivalente a la sociedad. Y, finalmente, este impulso hacia la búsqueda de una relación armoniosa entre la experiencia del físico y el social debe afectar a la ideología. […] una vez analizada la correspondencia entre control corporal y control social tendremos la base para considerar actitudes variantes paralelas en lo que atañe al pensamiento político y la teología. (Douglas (1978 [1970]: 95)
CUERPO FÍSICO, CUERPO SOCIAL:
DOS CUERPOS Y ALGUNOS ESPECTROS
DOS CUERPOS Y ALGUNOS ESPECTROS
[ARIKETAK: LA SEGUNDA RESPIRACIÓN, 10-II-2018,
TABAKALERA-KULTURA GARAIKIDEAREN
NAZIOARTEKO ZENTRO]
Text inèdit
Gerard Horta
“Caminamos a través de una luz
tan pura y tan brillante
que doraba la hierba y las
hojas marchitas, tan brillante de una forma
tan suave y serena que pensé que
nunca me había bañado en un río tan dorado, sin ni un sola ondulación ni un
solo murmullo.”
(H. D. Thoureau [1817-1862])
0
Introducción
En 2001 y 2002 llevé a cabo
investigación en archivos y observación sobre el terreno junto a un grupo de
compañeras y compañeros antropólogos, bajo la coordinación de Manuel Delgado
(Delgado, 2003), para abordar en qué consistían las apropiaciones colectivas
realizadas por los transeúntes en Barcelona desde 1950: qué hacía la gente
manifestándose, qué expresaba, por qué transitaba por unes calles y no por
otras, cómo se ocupaban los entornos urbanos transitados... Abordamos los
itinerarios de todas esas coreografías corporales del andar colectivo
–políticas, deportivas, religiosas, cívicas, festivas– a copia de movimientos
de procesiones, cuadrillas, pasacalles, desfiles, cabalgatas y manifestaciones.
¿Cuál era la lógica de todas esas movilizaciones hasta entonces estudiadas, muy
poco, por los antropólogos para otras ciudades del mundo en referencia a
períodos extremadamente cortos? La obra Carrer, festa i revolta retrataba
una serie de contenidos completamente pertinentes para este encuentro.
Henri Lefebvre (1974) sostenía
que el espacio siempre es político, como fruto de luchas y relaciones de poder:
un mismo espacio es utilizado de maneras distintas por grupos sociales
diferentes en franjas horarias distintas y en períodos distintos del año y del
tiempo. Jean-Pierre Augoyard (1979, en una obra maestra de los estudios de los
entornos urbanos, señalaba al cabo de pocos años que el espacio es un proceso
social. Así, el espacio como proceso social está construyéndose, destruyéndose
y reconstruyéndose dinámicamente y contradictoriamente siempre. Los peatones,
la gente, se apropian del espacio como pueden, como quieren, como le dejan. Los
poderes políticos y económicos diseñan, arquitecturizan, urbanizan y establecen
la funcionalidad de edificios y calles para que sean interpretados y
experimentados en este sentido y no en aquel otro: pasar o no pasar, pasar por
aquí y no por allí; no mear aunque no existan lugares públicos formalmente
específicos para hacerlo; mear, si se hace en la calle, en barrios populares y
no en barrios pudientes; transitar o bien detenerte para curiosear y aquietar
el tiempo y el espacio; no comer en el banco y sí comer en la terraza de al
lado, pagando; no jugar a la pelota... consumir, obedecer y pagar. Hay que
suscitar la sumisión ante la materialización de un estado de las cosas
naturalizado como si el orden social y urbanístico vigente fuera “normal”,
caído del cielo con armonía, ahistóricamente y sin conflicto. Por otro lado,
las atmósferas urbanas tejen el cruce y la superposición de múltiples sensaciones,
a menudo sin que seamos conscientes de ello: sonidos, olores, colores, la
lluvia y el viento, las diversidades físicas, visuales, sociales. ¿Cómo se
construyen entonces tanto las apropiaciones de los entornos urbanos por parte
de los cuerpos que los atraviesen y que se establecen en ellos, y cómo se
socializan las relaciones entre los transeúntes? Desde Goffman (1959 y 1963)
hasta el propio Delgado (1999 y 2005) numerosos autores han dedicado una buena
parte de su obra a indagar en torno a estos procesos. Sin embargo, lo
que os propongo aquí es algo distinto: un marco teórico básico, desde la
antropología social, respecto a la construcción social del cuerpo físico, de
los cuerpos, porque no hay caminar ni paseo sin los cuerpos.
I
Los dos cuerpos
Se puede situar en los años
setenta del siglo XIX el uso de las “fotografías secuenciales” por parte de
fisiólogos como Muybridge, Marey y Regnault con la intención de mostrar hombres
y mujeres estadounidenses y franceses, en primer lugar, ya continuación wólof,
malgaches, peúles, idiolas... Lo que se confrontaba era la utilización singular
que cada sociedad da al cuerpo, verdadera herramienta de comunicación y de
acción.
En 1936 el antropólogo francés
Marcel Mauss sitúa bajo el epígrafe de “técnicas corporales” el modo en que los
seres humanos, sociedad por sociedad, utilizan su cuerpo en una forma
“tradicional” (Mauss, 1991 [1936]: 337). Es la necesidad de elaborar una teoría
de los cuerpos lo que conduce Mauss a referirse a las técnicas corporales. Uno de
los ejemplos que ofrece procede de la natación: su generación, dice, no nada
como la anterior (él todavía se traga el agua al nadar tal como se lo habían
enseñado de niño, una práctica que sus contemporáneos destierran de pleno), y
en Francia se nada de un modo distinto que en la Polinesia. Claude
Lévi-Strauss, posteriormente, pone el ejemplo prosaico de la forma en que los
hombres se sujetan el pene cuando llevan a cabo la micción (Lévi-Strauss, 1991
[1950]: 16). Cada técnica es particular, que los gestos manuales son aprendidos
y transmitidos a través del tiempo y de las sociedades, y de los contactos
entre estas (el modo de caminar de muchas chicas francesas en los años treinta
provenía de la gestualidad particular de las actrices de las películas norteamericanas,
reflexiona Mauss, cuando en el hospital ve a unas enfermeras andar como lo
hacen las actrices de las películas norteamericanas). Y, a su vez, se concluye
que cada técnica tiene su forma, lo que obliga a enmarcar su estudio dentro de
los sistemas simbólicos de cada sociedad. Las técnicas corporales son formas de
actuar, unos actos tradicionales transmitidos en los ámbitos diversos de la
socialización y sujetos a las dinámicas propias de cada contexto histórico.
El cuerpo se convierte en el objeto
y el medio técnico más normal de la persona. Las técnicas corporales expresan
una adaptación constante a una finalidad física, mecánica y química (por
ejemplo, el acto de beber) en función de la educación, de la sociedad y del
lugar que ocupa la persona. Asímismo, esta adaptación se ordena de acuerdo con
el sistema de montajes simbólicos dentro de cada sociedad, grupo social o
contexto social, que se revela en la conciencia de la persona (una postura, una
mirada, una forma de respirar, etc., es consensuada como oportuna en un
contexto determinado de una sociedad o como completamente inapropiada en otro
contexto de esta misma sociedad [se supone que ahora, aquí, nadie va a
eructar]; un mismo gesto corporal vehicula significaciones absolutamente
distintas de una sociedad a otra: el cuerpo manifiesta, por tanto, símbolos que
Mauss llama “morales” o “intelectuales”. En este sentido, no existe un tipo de
conducta corporal natural: el cuerpo social, como afirma años después la
antropóloga inglesa Mary Douglas (1978 [1970]: 89), condiciona la forma en que se
percibe el cuerpo físico.
A través de los movimientos
corporales en toda la amplitud de su repertorio, se vislumbra la huella de un
aprendizaje, el rastro del universo de categorizaciones mediante el cual una
sociedad ordena y representa el mundo y, al mismo tiempo, las pautas en base a
las cuales la persona se manifiesta socialmente. El cuerpo se muestra como el
instrumento por excelencia de los seres humanos, un instrumento universal cuyos
usos están vinculados inextricablemente a cada grupo humano.
En cada sociedad tiene lugar una
utilización específica de las capacidades corporales que tiene que ver no tanto
con las particularidades individuales, como con los criterios sancionados por
la aprobación o la desaprobación colectiva, por lo que los sistemas que
constituyen las técnicas y las conductas corporales sólo pueden explicarse de
acuerdo con el contexto sociológico en que se dan (difícilmente se verá un
político hacerse un pedo en público en medio de un discurso, o un presentador
televisivo elevar demasiado el tono de voz durante el noticiario, o a un
académico sacarse los mocos de la nariz con el dedo estrepitosamente durante su
docencia). Como señala Lévi-Strauss (1991 [1950]: 15-16), desde la producción
de fuego mediante rozamiento hasta la talla de instrumentos de piedra a golpes,
desde las grandes construcciones físicas y sociales como las gimnasias china o
maorí hasta las técnicas de respiración hindúes –o bien piénsese en el conjunto
de técnicas occidentales agrupadas bajo el nombre de “circo” ( “juegos del
cuerpo y del espíritu en que el cerebro tiene que ser tan ágil como el
músculo”)–, las modalidades diversas con que los humanos usan los cuerpos
erigen como su patrimonio universal primigenio. Para Lévi-Strauss el cuerpo,
depositario de experiencias vividas desde hace millones de años, podría
convertirse en la herramienta que uniera el conjunto de los humanos a partir de
la solidaridad y del reconocimiento intelectual y físico que el conocimiento de
todas sus posibilidades, los métodos de aprendizaje y de los ejercicios
comprendidos en cada técnica generaría en las sociedades humanas a la hora de
compartir este inmenso catálogo expresivo. Tal planteamiento sirvió justamente
para hacer entender que, en contra de los postulados de “raza” según los cuales
los humanos son producto de su cuerpo, es precisamente el cuerpo que se nos
aparece como el producto de las actuaciones y de las técnicas del ser humano.
El gesto que nos puede parecer más insignificante nos informa de migraciones,
de contactos culturales y de aportaciones que se han producido en un momento y
un lugar determinados. Resulta imposible, entonces, menospreciar este valor
grandioso. Interpretar un cuerpo significa interpretar una sociedad, y al
revés.
En 1970, a los veinte años de la
reflexión de Lévi-Strauss, Mary Douglas elabora una hipótesis que permita
comprender la relación entre los usos del cuerpo y las variantes culturales. La
antropóloga inglesa parte de dos ideas. La primera idea sostiene que la
aspiración a lograr una consonancia de todos los niveles de la experiencia
produce una concordancia de los medios de expresión, por lo que el uso del
cuerpo se coordina con el de los otros medios. Y, la segunda, que el sistema
social impone un control y, por tanto, unas limitaciones a la utilización del
cuerpo como modo de expresión. Respecto al primer punto, señala que el estilo
adecuado a un mensaje coordinará todos los canales que se utilicen para
transmitirlo (la forma verbal se corresponderá, en términos léxicos y
sintácticos, con la situación concreta, el tono de voz, el grado de tensión o
de relajación, la rapidez o la lentitud con que se hable nos proporcionará los
datos no verbales, las metáforas del que habla nos ofrecen información sobre el
mensaje).
Cualquiera
que sea el tipo de comunicación, si queremos evitar la ambigüedad, es necesario
que haya una concordancia entre los diferentes elementos con los que se
transmite un mensaje determinado, esto significa que también es necesario que
haya una cierta concordancia entre las expresiones de control social y
corporal; primero, porque cada forma simbólica aumenta el significado de la
otra y facilita la comunicación, y segundo [...], porque las categorías de
acuerdo con las cuales percibimos cada experiencia derivan recíprocamente las
unas de las otras y se refuerzan entre sí. (Douglas (1978 [1970]: 93)
Douglas puntualiza la afirmación
de Mauss respecto al hecho que no existe un comportamiento “natural”: ella
propone que se identifique “una tendencia natural a expresar un tipo
determinado de situaciones por medio de un estilo corporal que se adecue”.
Se puede calificar como “natural” esta tendencia en la medida que es
inconsciente, y que en todas las culturas se obedece a ella, es decir, “surge
como respuesta a una situación social que aparece siempre revestida de una
historia y una cultura locales”. Así pues, concluye que “la expresión
natural es determinada por la cultura”.
Los estilos corporales de que
trata Douglas surgen espontáneamente y se interpretan espontáneamente. Lo
ejemplifica con la conducta corporal de John Nelson Darby, uno de los líderes
del movimiento norteamericano de la Asamblea de Hermanos en los años veinte del
siglo XIX, el cual expresa su rechazo de toda forma de organización
-especialmente, el hecho de que sus hermanos traten de organizarse en iglesia–
mediante un “abandono de sí mismo”. Douglas acude a la descripción que F.W.
Newman hace de Darby:
Las
mejillas fláccidas, los ojos inyectados en sangre, miembros lisiados apoyados
en muletas, una barba raramente afeitada, un traje mugriento y un aspecto
general descuidado. En un principio despertaba lástima unida a la estupefacción
por encontrar un personaje similar en un salón... Demostraba un sentido enorme
de la lógica, una gran simpatía, una gran solidez de carácter, una ternura
considerable y un abandono total de sí mismo. [...] No hacía abstinencia
intencionadamente, pero las largas caminatas entre bosques solitarios y su vida
entre los indigentes le imponían duras privaciones... Su caso emocionaba
intensamente a los católicos pobres, que lo consideraban un verdadero santo de
la antigua escuela. Veían claramente la huella del Cielo en aquella figura tan
maltratada por la austeridad, tan superior a la pompa mundana y tan generosa en
su indigencia... Al principio me ofendió su afectación aparente de un exterior
descuidado, para pronto comprender que era el único medio con el que podía
tener éxito a fin de acceder a los niveles más bajos de la sociedad y que no le
movían ni el ascetismo ni la ostentación, sino un abandono de sí mismo de
consecuencias fructíferas. (Douglas (1978 [1970]: 94)
La segunda idea que guía la
hipótesis de Douglas trata del principio según el cual el sistema social impone
un control al uso del cuerpo como modo de expresión. En la medida en que el
sistema social ejerce un control limitador de la capacidad expresiva del
cuerpo, se constata que, al igual que “la experiencia de disonancia
cognoscitiva resulta perturbadora, la consonancia de todos los niveles de
experiencias y contextos resulta altamente satisfactoria”. Si la imagen del
cuerpo es la imagen de la sociedad, si no es posible un abordaje natural del
cuerpo que no implique al mismo tiempo una dimensión social, entonces se puede
asumir que el interés por las aperturas del cuerpo se debe vincular
obligatoriamente al interés por las salidas y las entradas sociales, lo que
Douglas llama “rutas de escape e invasión”. Por lo tanto, “donde no
haya una preocupación por preservar los límites sociales tampoco surgirá la
preocupación por mantener los límites corporales”.
En consecuencia, avanzo la hipótesis de que el control corporal constituye una expresión del control social, y que el abandono del control corporal dentro del rito responde a las exigencias de la experiencia social que se expresa. Aún más: difícilmente se podrá imponer con éxito un control corporal sin que haya un tipo de control equivalente a la sociedad. Y, finalmente, este impulso hacia la búsqueda de una relación armoniosa entre la experiencia del físico y el social debe afectar a la ideología. […] una vez analizada la correspondencia entre control corporal y control social tendremos la base para considerar actitudes variantes paralelas en lo que atañe al pensamiento político y la teología. (Douglas (1978 [1970]: 95)
La antropóloga sostiene que “allí
donde la estructura de roles está definida claramente, aprobará el
comportamiento de tipo formal”, lo cual se valorará más en contextos en que
la estructura de roles es más densa y está articulada con más claridad. Por
tanto, en la medida que lo formal conlleva “distanciamiento social y una
distinción clara y bien definida de roles”, lo informal se lleva bien con “la
confusión de roles, la familiaridad y la intimidad”.
Recuérdese, en el contexto
corporal, que en paralelo a Douglas y después de Marcel Mauss y Franz Boas (de
quien beben Gregory Bateson y Margaret Mead, quienes filman a los habitantes de
Nueva Guinea y Bali a fin de estudiar los comportamientos no verbales) las
corrientes estadounidenses de la quinésica, la proxemia y la microsociología de
las situaciones (R.L. Birdwhistell; E.T. Hall; E. Goffman) también insisten en
hacer notar, a partir de los años cincuenta y sesenta del siglo XX, cómo en una
sociedad que valora todo tipo de formalidades, el control corporal se hace
patente con una evidencia abrumadora, y cómo en esferas distintas de la vida
social unas mismas conductas pueden resultar adecuadas en unos contextos y
inapropiadas en otros (dos desconocidos, por ejemplo, mirarse fijamente a los
ojos en un ascensor más de un segundo…: hacerlo al ser presentados en una
fiesta nocturna, o en el medio militar, donde el sujeto de graduación inferior
está obligado a mirar a los ojos a su superior jerárquico: la multiplicidad
significativa en función del contexto sociocultural es vastísima), así se
afirma la interacción sincrónica entre los diferentes sentidos y las categorías
socioculturales que significan el proceso comunicativo del cuerpo.
Son planteamientos que muy poco
tiempo después de Mauss anuncia el argentino David Efrón (discípulo del
antropólogo Franz Boas en el Departamento de Antropología de la University of
Columbia de Nueva York: los libros de Boas, de origen alemán, fueron quemados
en los calles de la Alemania en 1933 por los nazis porque a través de ellos
Boas desmentía la jerarquización de las sociedades humanas en superiores e
inferiores), en un contexto político –1941– como el del nazismo y de sus
teorizadores racistas, en que resulta capital la aportación de la ciencia
antropológica para comprender cómo toda teoría explicativa de la gestualidad
debe acudir a los contextos socioculturales.1
Sin embargo, más que centrarse en
el proceso que conduce de pasar de un conjunto determinado de símbolos a otro
conjunto opuesto (lo que se llamaría “reversión”), se trataría de hacerlo en la
clase de proceso que puede conducir a la desaparición gradual de control, lo
que Douglas califica como détente (alivio) general del control. Sobre la base
de este razonamiento, Douglas establece cuatro principios (sintetiza lo
planteado hasta ahora y sienta las bases para un desarrollo ulterior):
1. El estilo apropiado a un
mensaje determinado coordina todos los canales a través de los cuales se
transmite este mensaje.
2. El cuerpo, en calidad de medio
de expresión, está constreñido por las exigencias del sistema social que
expresa.
3. A un control social fuerte, se
corresponde un control corporal igualmente estricto.
4. Cuanto mayor sea la presión
por parte del sistema social, mayor será la tendencia a descorporificar las
formas de expresión (Douglas (1978 [1970]: 96).2
Douglas denomina a la cuarta
regla “norma de pureza”. Junto con la tercera, ambas establecen la
condición los medios de expresión corporales. Básicamente, la norma de
pureza tiene que ver con el hecho de que, cuanto más complejo es el sistema de
clasificaciones y el control que se ejerce con el objetivo de mantenerlo, más
fuerte es la tendencia que las relaciones ocurran entre espíritus desprovistos
de cuerpo.
Todo lo contrario sucedía, por
ejemplo, entre la militancia espiritista catalana desde los años sesenta del
siglo XIX hasta la Guerra Civil de 1936 (Horta, 2004). El Centre d’Estudis
Psicològics de Sabadell, fundado en 1911, ejemplifica la labor de liberación
ideológica y práctica de este movimiento socioreligiosos. Vemos la imagen de un
grupo de militantes, incluidos niños y niñas, en la excursión a la Font de
Montalegre, en 1918. ¿Qué hacían? Excursiones colectivas los domingos, en
su día de fiesta, para juntarse, compartir, pasear y explorar los mundos de la
naturaleza extraurbana –tan cercana, tan lejana–.
II
¿“Estilos de vida saludables”?:
camina o revienta, esclavo
Hay un riesgo, en cuanto al
abordaje de las bondades del pasear, ejemplificado en el canto a sus virtudes
implícitas. La estrategia de la Organización Mundial de la Salud (OMS) en los
años setenta del siglo XX de una “salud para todos” basada en la superación de
las desigualdades sociales, fue substituida de repente por otra que partía de
la construcción de una “ideología de la salud” la cual culpabilizaba –hasta
ahora, continua haciéndolo– a la persona de su propio estado de salud. Así, se
enmascaraban las causas sociales de la enfermedad para que la gente aceptase
acríticamente una intervención sobre el individuo que evitase la necesidad de
intervenir sobre el contexto económico y político productor de enfermedad.
Históricamente, las prácticas
médicas dominantes en Occidente se convierten, sobre todo, en fijaciones
sintomatológicas. De ahí el éxito del conductivismo y la medicalización:
ocultan las señales de la enfermedad y mientras sus causas permanecen
inalteradas. Además, se profundiza la práctica farmacológica: la angustia
–producto de un proceso estructural de insatisfacción– es sobretratada con
píldoras, y –repitámoslo– el sistema social es eximido de toda causalidad con
respecto al enfermar colectivo. Incluso se efectúa una homogeneización
purificadora y absolutista de lo que deben ser hábitos de vida saludables
(aquellos ligados al tabaco, la integración social, el alcohol y otras drogas,
la alimentación y el ejercicio físico), y se obvia que en realidad se trata de
categorías sociales y culturales que expresan universos en conflicto y una gran
diversidad de situaciones.
El modelo que se nos impone como
referente del desarrollo de la salud individual implica llamadas varias bajo la
forma de cultos: el culto a cuerpos que deben esforzarse por mantenerse
perpetuamente jóvenes; el culto a una concepción de la salud que expulsa,
anula, invisibiliza y rechaza cualquier dimensión ligada al conflicto; y el
culto a la concepción de la enfermedad como un asunto meramente individual y
casi intransferible. De alguna manera, nos encontramos ante una secuencia continua
de dispositivos ideológicos –que a su vez fundamentan las políticas públicas de
la salud– que reflejan la falta absoluta de voluntad de los poderes económicos
y políticos de las sociedades capitalistas de integrar no hábitos de vida
saludables, sino de integrar otras maneras de existir, otras formas de
organizar las dinámicas sociales, de plantearse la vida y la muerte y los
vínculos entre la salud y la enfermedad.
El desafío del sistema y el
reencuentro de un cierto equilibrio comprende, más que la asunción de unos
hábitos de vida saludables, la consciencia de que en las maneras cómo las
personas viven y perciben el mundo, en los modos en que se relacionan y se
representan las realidades, subyacen proyectos sociales –subyace el modelo de
relaciones sociales en el que vivimos o en el que quisiéramos vivir–. ¿Qué hay
más profundamente en el interior de cada persona sino la sociedad misma? O,
dicho de otra forma, ¿qué es aquello exterior a cada persona, aquello que la
trasciende por todas partes y con lo cual se comunica día a día? ¡La sociedad!
–en palabras de Durkheim (1986 [1912])–. ¿Cómo hacer entender, pues, que toda
enfermedad es colectiva? Si todo proyecto de salud colectiva debe partir de la
consciencia autónoma de cada persona, todo proyecto de destrucción social y
deterioro generalizados de la salud no puede sino abogar por la preponderancia
absoluta del individuo frente al mundo. Por ello es igualmente legítimo,
necesario y todo, que nos preguntamos si una sociedad en la que los individuos
son inducidos a representarse el mundo en términos de intransferibilidad de
experiencias, en que se les señala como los únicos responsables de su desorden,
en el que son culpabilizados en calidad de víctimas de una desestructuración
que se origina en unos “estilos de vida nocivos”, es una sociedad encaminada a
la autodestrucción. De ahí la reflexión de George Bataille (1997 [1961])3 respecto a que Occidente no ha centrado su energía
en el amor y la reciprocidad positiva, sino en la tortura y la muerte. La
verdadera tragedia es que la inmensa mayoría de la sociedad concibe este estado
de las cosas como “normal”, o incluso como “imposible de cambiarlo” –como
victoria ideológica terrible, sobre la clase trabajadora occidentalizada, de
los postulados de Malthus y Ricardo de principios del siglo XIX–.
Walter Benjamin escribió que el
cuento que el enfermo explica al médico puede ser la primera etapa de su
curación. Sin embargo, ¿cuál es el cuento que el paciente puede explicar a la
autoridad médica correspondiente? Ninguno. El motivo es simple: no hay tiempo
para el diálogo. Dos, tres, cinco minutos de visita médica en la Seguridad
Social, prescripción de medicamentos y encargo de pruebas analíticas para un
futuro incierto, puede que lejano. Médicas y enfermeros atrapados en listas
interminables de pacientes, sin medios para atenderlos debidamente, es decir,
para mirarles a los ojos, escucharles, atenderles en su propia lengua excepto
si su lengua es el castellano…, no suele haber ni sonrisas ni caricias en esta
relación, ni el reconocimiento de la experiencia ajena. ¿Dónde está el
encuentro bajo la forma de una cierta comunión emocional? ¿Dónde está la
posibilidad de que el dolor se convierta en un paso más en la concienciación
del trayecto claroscuro, dinámico, cambiante, de los seres?
Debe comprenderse que la
dimensión del “porqué” o del “malestar” de la enfermedad se proyecta
precisamente sobre los valores –siempre colectivos, siempre sociales– que
confieren sentido a la vida, y que esto nos fuerza a examinar las causas
sociales y morales de la propia enfermedad. Estas causas radican tanto en
consideraciones de interacción recíprocas y comunales que son antitéticas,
como, al mismo tiempo, en las bases de la organización social moderna, la cual
está moldeada sobre las necesidades de las prerrogativas capitalistas y
burocráticas –como señalaban hace décadas antropólogos como Nancy
Schepper-Hughes o Michael Taussig, o bien Josep Maria Comelles y Àngel Martínez
en el contexto catalán–. Que las sociedades imponen a los cuerpos sus
disciplinas ha sido demostrado por la antropología hace más de ochenta años, a
partir de los trabajos de Mauss. Pues bien, resulta que eso de los “estilos de
vida saludables” es uno de esos discursos. Suena más bien desvergonzado apelar
a mantener unos “estilos de vida saludables” en el infierno en que nos
encontramos. Porque, como sostenían los gnósticos de los inicios de la era
cristiana, el infierno es esto (Jonas, 2000 [1958]). Cabe pensar en los
síntomas como expresiones de desequilibrios y desigualdades cuyo escenario es
la sociedad, y que sólo adquieren un sentido en el momento en que se incluyen
en un sistema simbólico determinado. A raíz de otra obra clásica del inglés
Evans-Pritchard (1937), desde la antropología se ha ido verificando una vez y
otra el principio según el cual “todo lo que tiene efectos sociales debe
tener igualmente una causa social”. La desgracia, incorporada a la esfera
de la sociedad humana, adquiere un carácter social. Una causa natural no puede
ser el sujeto de una causa social.
Acaso no se trata tanto de
rebatir la construcción cultural de la realidad clínica, como de rebatir la
reconstrucción clínica de una realidad convertida en mercancía bajo el contexto
opresivo, infernal, que impone la normalidad del capitalismo. Lo que estamos
planteando sintéticamente en estas páginas es el drama absurdo, asumido
colectivamente, de que una persona desesperada pueda ser despachada de la
consulta médica en cinco minutos con una receta para la farmacia. Una población
depauperada, al borde del abismo, es forzada a satisfacer relaciones de poder y
explotación, y tributos fiscales, mediante los cuales se reproducen inmensas
maquinarias estatales que convierten a las clases populares en carne de cañón.
Si de alguna libertad disfruta la gente empobrecida y precarizada es la de
sufrir y morir. Eso sí, como a los indigentes, se les dice: no fastidies,
guárdate el dolor, haz el favor de morirte en casa o bajo un puente, si fumas
no esperes que la medicina pública te cure de la enfermedad que tú mismo te has
provocado, no alteres la mirada amable que nos envuelve.
III
A modo de conclusión: Jofre
Barcelona, Rambla del Raval,
19.36h de una tarde de otoño del 2009. Uno va a asistir a una de las más
gloriosas escenas contempladas en el curso de su existencia. Prolegómeno: una
madre anda desde el este con un renacuajo que parece que acaba de descubrir
cómo mantenerse en pie. El trayecto que ha trazado el pequeñazo es impactante,
reproducirlo en un mapa resultaría para los espectadores no mareante, sino
vertiginoso, abismal. En el curso de su existencia hemos asistido a
estimulantes despliegues de repertorios de técnicas corporales fascinantes, así
y todo, ni circo, ni danza contemporánea, ni coreografías callejeras pueden
compararse a lo que se habrá visto: lo más semejante sería el Big Bang
callejero de un cuerpecillo humano. A la altura del bloque de bancos 3B su
madre ha lanzado un alarido: “Jofre: no!!!” –con amenazadora pausa entre
“Jofre” y “no!!!”–. Jofre, el pequeño indígena catalán merecedor
de una oda, acababa de despegarse de su madre, dando una vuelta atrás girando
sobre su propio cuerpo y al mismo tiempo dibujando amplias elipses a lo largo y
ancho del rectángulo hasta llegar a unos tres metros del bloque de bancos 4A.
El genial microtranseúnte ha frenado en seco a raíz del grito supuestamente
materno y entonces ha corrido hacia ella a través de una línea, ahora sí,
impolutamente recta. La secuencia, de cortísima duración, ha sido maravillosa,
ejemplar, irrepetible. Lo que el diminuto transeúnte ha dado a conocer no es un
mundo paralelo, sino un auténtico universo paralelo con todas las connotaciones
sociales, morales y físicas posibles a su alcance.
Pasos, exploraciones, normas y
transgresiones. Recordaré el resto de mi vida a este impresionante
microtranseúnte danzarín, Jofre. Termino con dos citas: de Spinoza, “Nadie
sabe lo que puede un cuerpo”. Y de la afligida Ofelia en el Hamlet de
William Shakespeare, suicidada por la falta de sentido del desamor, “Lo
que somos, lo sabemos; no sabemos, a pesar de todo, lo que podemos ser”.
IV
Epílogo
He querido añadir este epílogo
para expresar cosas que no suelen recogerse en las ponencias. Escribo las siguientes
líneas en Barcelona, justo cuatro semanas después del encuentro. Bajo los
auspicios de la directora cultural de Tabakalera Ane Rodríguez y del resto del
equipo, el organizador y coordinador de la jornada –Oier Etxeberria– nos
sometió a una rigurosa disciplina presencial que generó sucesivas asociaciones
de ideas debido a la infinidad de cuestiones convocadas, lo que me llevó a
replantear esta exposición durante mi propia intervención a fin de proponer
otros enfoques posibles al abordaje del caminar. Como dije, a partir de la
intervención de Julio Villar –autor de dos crónicas maestras: sobre el caminar,
Viaje a pie. Mar de nubes (2016 [1986]); y sobre su heroico viaje
marítimo alrededor de sí mismo y del mundo en una humilde embarcación entre
1968 y 1972, ¡Eh, petrel! Cuaderno de un navegante solitario (1989)–, a
partir de ahí, insisto, uno hubiera podido remitir al caminar cotidiano de la
gente de Cabo Verde por los márgenes de las carreteras y los caminos montañosos
(Horta/Malet, 2014), al deambular ritual de las personas manifestándose
colectivamente, al propio papel del etnógrafo cuando se convierte, también él,
en paseante urbano productor de acontecimientos o situaciones durante la
observación sobre el terreno con otros paseantes, a las primarias caminatas de
mi compañera Maria y yo en los Pirineos catalanes –en las cuales
sistemáticamente nos perdemos– y a nuestros paseos por Donosita sin necesidad
alguna de metro hasta la librería-restaurante Kaxilda –homenaje a la anarquista
vasca– de Lídia y Esteban y su gente...
Disponemos de textos
fundamentales para inspiradores paseos como este propuesto por Tabakalera: por
ejemplo Caminar, de Henry David Thoureau (1862 [escrito entre 1851 y
1860]), que tanto complacería a Julio Villar y a Juan Gorostidi: “Mi sed de
conocimiento es intermitente, pero mis ganas de hundir la cabeza en atmósferas
desconocidas para mis pies es perenne y constante”, escribe Thoureau. O,
por ejemplo, como Caminar: un elogio, brillante ensayo del antropólogo
David Le Breton (2011 [2000]), para quien “caminar es vivir con el cuerpo…”.
O, también, como el fascinante, denso y panorámico ya clásico moderno Wanderlust. Una historia
del caminar de Rebecca Solnit (2016 [2001]), quien postula el caminar como acción
política. Estoy seguro que de un modo u otro los participantes en este
encuentro –también quienes asistieron y dialogaron con las personas invitadas–
alimentamos desde perspectivas diversas la pasión por desplazarnos, la pasión
por transitar por otros mundos que están aquí, esa pasión exploradora que Juan
Gorostidi muestra por la iniciación a través de los ejercicios corporales del tai
chi chuan (2008).4
Quizás esa pasión inconsciente por reconocer que lo más profundo no es la piel,
como sostiene Paul Éluard, sino el camino. Como el trance, todo camino es
cambiar, conocer, comprender, vivir unos mundos por otros…
Un mundo por otro: soy hijo de
madre vasca –Paula (1934-2007), de Lantziego; mis abuelos, Gerardo y
Francisca–, y cada vez que vengo a este país mi corazón estalla y a solas,
cuando nadie me ve, lloro. Lloro con un desconsuelo profundo que me remueve las
entrañas, con una tristeza extraña que no sé de dónde viene, puede que de tantos
sufrimientos y luchas y esperanzas aplastadas y de tanta vida y tanta muerte, y
del colectivo avanzar a trompicones por necesidad. Revivo mi infancia en los
veranos en Lantziego, andando por los campos recogiendo moras con mis primos
vascos y mi hermano Roger; o montado con mi abuelo Gerardo sobre una mula –la
Mula– acompañados de un perro –la Loba– camino de los huertos, con bocadillos y
una cantimplora –¡cómo disfrutaba yo viéndole hacer pequeños canales de riego,
siguiendo los cursos del agua!–…, mi abuelo, que cada 14 de abril se quedaba en
casa, sin trabajar, porque así impugnaba simbólicamente el fascismo, él, que
tanto deseaba ver morir al dictador y que murió un año antes, en 1974. Con
Maria tendremos un hijo en verano –mi hija Laura, mi heroína de 26 años, ya ha
rodado por medio planeta– y durante el encuentro no dejaba de vernos caminando
junto a él de aquí a la eternidad, perdiéndonos con amor en mil caminos. Su
nombre responderá –lo decidimos el 10 de febrero en Donostia– a la
catalanización de un antropónimo vasco: Àritz. Fuerte y delicado como un roble
–haritz bat– entre montes, caminos y arboledas. Aprenderá a
levantar piedras, porque también su alma será hija de este pueblo-coraje que
ayuda a las piedras pesadas a volar –harrijasotzea–, elevándolas hasta
el hombro y girando sobre sí mismo para depositarlas de nuevo en un lugar que
nunca será el mismo. Técnicas corporales.
Deseo que más allá del imperio
del trabajo asalariado, de los cuerpos encarcelados, del miedo, de la represión
y de la autocensura los caminos de Euskalherria resplandezcan siempre verdes,
florecientes y salvajes. Y que los seres humanos, que los pueblos del mundo,
podamos caminar algún día, libres, para reencontrarnos en una vida diferente
para siempre. En el camino.
Te agradezco ese hacer aparecer
tanta sensibilidad colectiva, Oier.
Notas
1. Véase
D. Efrón (1970 [1941]). Durante la redacción de Gesto, raza y cultura
–en 1940, publicado en inglés en 1941–, Efrón asevera que ha recopilado una
bibliografía de más de 1.000 títulos sobre gesto y postura (la cual, al menos
hasta 1970, todavía no había sido publicada). A partir del análisis de diversas
categorías de movimientos de la cabeza y de las manos, Efrón desarrolla su obra
para distinguir en términos teóricos clases de comportamiento no verbal en
relación con unidades analíticas medibles una vez “aisladas”. Quizás
Birdwhistell, Hall, Goffman y Douglas, por ejemplo, mantendrían una cierta
deuda no muy explicitada con Efrón, de quién nadie parece acordarse (fue Manuel
Delgado quien me lo hizo conocer).
2. Para
comprender el alcance de los aparentemente paradójicos vaivenes de la sociedad
occidental contemporánea, véase la contrapartida trágica respecto a los usos
del control social y las formalidades que se dan en la oposición establecida
entre cuerpo y espíritu en el contexto del auge del nazismo en la Alemania de
los años treinta, manifestada en 1935 en la afirmación de uno de sus teóricos,
Paul Ernst, en Eine Credo (citado por G. Buchanan [1980: 197]: “¿Será
posible que la Humanidad encuentre una religión puramente espiritual, que no
tenga necesidad de cuerpo, de expresión o de forma, que no sea más que
sentimiento?”. En los campos de exterminio los verdugos nazis apelan a un
sentimiento desnudo de “cuerpo, expresión o forma”.
3. Con
André Malraux como ministro de Cultura en Francia, la primera edición de Las
lágrimas de Eros fue clasificada en el Índice de Libros Prohibidos.
4.
Véase desde su bloc http://juangorostidi.info/ hasta su andar social
como acción y como pensamiento en la entrevista que le hizo Gorka
Erostarbe en Berria (23-X-2016), memoria viva de la historia colectiva
en calidad de camino siempre inacabado: http://www.javierortiz.net/voz/iturri/juan-gorostidi-en-el-ambito-intelectual-estamos-rodeados-de-propagandistas
–y, también, en su obra de 2016–).
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