dimecres, 27 de juny del 2018

Cuerpo físico, cuerpos social: dos cuerpos y algunos espectros


Coordinación: Oier Etxeberria.


CUERPO FÍSICO, CUERPO SOCIAL: 
DOS CUERPOS Y ALGUNOS ESPECTROS

[ARIKETAK: LA SEGUNDA RESPIRACIÓN, 10-II-2018,
TABAKALERA-KULTURA GARAIKIDEAREN
NAZIOARTEKO ZENTRO]
Text inèdit
Gerard Horta

Caminamos a través de una luz tan pura y tan brillante
que doraba la hierba y las hojas marchitas, tan brillante de una forma
tan suave y serena que pensé que nunca me había bañado en un río tan dorado, sin ni un sola ondulación ni un solo murmullo.
(H. D. Thoureau [1817-1862])

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Introducción
En 2001 y 2002 llevé  a cabo investigación en archivos y observación sobre el terreno junto a un grupo de compañeras y compañeros antropólogos, bajo la coordinación de Manuel Delgado (Delgado, 2003), para abordar en qué consistían las apropiaciones colectivas realizadas por los transeúntes en Barcelona desde 1950: qué hacía la gente manifestándose, qué expresaba, por qué transitaba por unes calles y no por otras, cómo se ocupaban los entornos urbanos transitados... Abordamos los itinerarios de todas esas coreografías corporales del andar colectivo –políticas, deportivas, religiosas, cívicas, festivas– a copia de movimientos de procesiones, cuadrillas, pasacalles, desfiles, cabalgatas y manifestaciones. ¿Cuál era la lógica de todas esas movilizaciones hasta entonces estudiadas, muy poco, por los antropólogos para otras ciudades del mundo en referencia a períodos extremadamente cortos? La obra Carrer, festa i revolta retrataba una serie de contenidos completamente pertinentes para este encuentro.

Henri Lefebvre (1974) sostenía que el espacio siempre es político, como fruto de luchas y relaciones de poder: un mismo espacio es utilizado de maneras distintas por grupos sociales diferentes en franjas horarias distintas y en períodos distintos del año y del tiempo. Jean-Pierre Augoyard (1979, en una obra maestra de los estudios de los entornos urbanos, señalaba al cabo de pocos años que el espacio es un proceso social. Así, el espacio como proceso social está construyéndose, destruyéndose y reconstruyéndose dinámicamente y contradictoriamente siempre. Los peatones, la gente, se apropian del espacio como pueden, como quieren, como le dejan. Los poderes políticos y económicos diseñan, arquitecturizan, urbanizan y establecen la funcionalidad de edificios y calles para que sean interpretados y experimentados en este sentido y no en aquel otro: pasar o no pasar, pasar por aquí y no por allí; no mear aunque no existan lugares públicos formalmente específicos para hacerlo; mear, si se hace en la calle, en barrios populares y no en barrios pudientes; transitar o bien detenerte para curiosear y aquietar el tiempo y el espacio; no comer en el banco y sí comer en la terraza de al lado, pagando; no jugar a la pelota... consumir, obedecer y pagar. Hay que suscitar la sumisión ante la materialización de un estado de las cosas naturalizado como si el orden social y urbanístico vigente fuera “normal”, caído del cielo con armonía, ahistóricamente y sin conflicto. Por otro lado, las atmósferas urbanas tejen el cruce y la superposición de múltiples sensaciones, a menudo sin que seamos conscientes de ello: sonidos, olores, colores, la lluvia y el viento, las diversidades físicas, visuales, sociales. ¿Cómo se construyen entonces tanto las apropiaciones de los entornos urbanos por parte de los cuerpos que los atraviesen y que se establecen en ellos, y cómo se socializan las relaciones entre los transeúntes? Desde Goffman (1959 y 1963) hasta el propio Delgado (1999 y 2005) numerosos autores han dedicado una buena parte de su obra a indagar en torno a estos procesos. Sin embargo, lo que os propongo aquí es algo distinto: un marco teórico básico, desde la antropología social, respecto a la construcción social del cuerpo físico, de los cuerpos, porque no hay caminar ni paseo sin los cuerpos.

I
Los dos cuerpos
Se puede situar en los años setenta del siglo XIX el uso de las “fotografías secuenciales” por parte de fisiólogos como Muybridge, Marey y Regnault con la intención de mostrar hombres y mujeres estadounidenses y franceses, en primer lugar, ya continuación wólof, malgaches, peúles, idiolas... Lo que se confrontaba era la utilización singular que cada sociedad da al cuerpo, verdadera herramienta de comunicación y de acción.

En 1936 el antropólogo francés Marcel Mauss sitúa bajo el epígrafe de “técnicas corporales” el modo en que los seres humanos, sociedad por sociedad, utilizan su cuerpo en una forma “tradicional” (Mauss, 1991 [1936]: 337). Es la necesidad de elaborar una teoría de los cuerpos lo que conduce Mauss a referirse a las técnicas corporales. Uno de los ejemplos que ofrece procede de la natación: su generación, dice, no nada como la anterior (él todavía se traga el agua al nadar tal como se lo habían enseñado de niño, una práctica que sus contemporáneos destierran de pleno), y en Francia se nada de un modo distinto que en la Polinesia. Claude Lévi-Strauss, posteriormente, pone el ejemplo prosaico de la forma en que los hombres se sujetan el pene cuando llevan a cabo la micción (Lévi-Strauss, 1991 [1950]: 16). Cada técnica es particular, que los gestos manuales son aprendidos y transmitidos a través del tiempo y de las sociedades, y de los contactos entre estas (el modo de caminar de muchas chicas francesas en los años treinta provenía de la gestualidad particular de las actrices de las películas norteamericanas, reflexiona Mauss, cuando en el hospital ve a unas enfermeras andar como lo hacen las actrices de las películas norteamericanas). Y, a su vez, se concluye que cada técnica tiene su forma, lo que obliga a enmarcar su estudio dentro de los sistemas simbólicos de cada sociedad. Las técnicas corporales son formas de actuar, unos actos tradicionales transmitidos en los ámbitos diversos de la socialización y sujetos a las dinámicas propias de cada contexto histórico.

El cuerpo se convierte en el objeto y el medio técnico más normal de la persona. Las técnicas corporales expresan una adaptación constante a una finalidad física, mecánica y química (por ejemplo, el acto de beber) en función de la educación, de la sociedad y del lugar que ocupa la persona. Asímismo, esta adaptación se ordena de acuerdo con el sistema de montajes simbólicos dentro de cada sociedad, grupo social o contexto social, que se revela en la conciencia de la persona (una postura, una mirada, una forma de respirar, etc., es consensuada como oportuna en un contexto determinado de una sociedad o como completamente inapropiada en otro contexto de esta misma sociedad [se supone que ahora, aquí, nadie va a eructar]; un mismo gesto corporal vehicula significaciones absolutamente distintas de una sociedad a otra: el cuerpo manifiesta, por tanto, símbolos que Mauss llama “morales” o “intelectuales”. En este sentido, no existe un tipo de conducta corporal natural: el cuerpo social, como afirma años después la antropóloga inglesa Mary Douglas (1978 [1970]: 89), condiciona la forma en que se percibe el cuerpo físico.

A través de los movimientos corporales en toda la amplitud de su repertorio, se vislumbra la huella de un aprendizaje, el rastro del universo de categorizaciones mediante el cual una sociedad ordena y representa el mundo y, al mismo tiempo, las pautas en base a las cuales la persona se manifiesta socialmente. El cuerpo se muestra como el instrumento por excelencia de los seres humanos, un instrumento universal cuyos usos están vinculados inextricablemente a cada grupo humano.

En cada sociedad tiene lugar una utilización específica de las capacidades corporales que tiene que ver no tanto con las particularidades individuales, como con los criterios sancionados por la aprobación o la desaprobación colectiva, por lo que los sistemas que constituyen las técnicas y las conductas corporales sólo pueden explicarse de acuerdo con el contexto sociológico en que se dan (difícilmente se verá un político hacerse un pedo en público en medio de un discurso, o un presentador televisivo elevar demasiado el tono de voz durante el noticiario, o a un académico sacarse los mocos de la nariz con el dedo estrepitosamente durante su docencia). Como señala Lévi-Strauss (1991 [1950]: 15-16), desde la producción de fuego mediante rozamiento hasta la talla de instrumentos de piedra a golpes, desde las grandes construcciones físicas y sociales como las gimnasias china o maorí hasta las técnicas de respiración hindúes –o bien piénsese en el conjunto de técnicas occidentales agrupadas bajo el nombre de “circo” ( “juegos del cuerpo y del espíritu en que el cerebro tiene que ser tan ágil como el músculo”)–, las modalidades diversas con que los humanos usan los cuerpos erigen como su patrimonio universal primigenio. Para Lévi-Strauss el cuerpo, depositario de experiencias vividas desde hace millones de años, podría convertirse en la herramienta que uniera el conjunto de los humanos a partir de la solidaridad y del reconocimiento intelectual y físico que el conocimiento de todas sus posibilidades, los métodos de aprendizaje y de los ejercicios comprendidos en cada técnica generaría en las sociedades humanas a la hora de compartir este inmenso catálogo expresivo. Tal planteamiento sirvió justamente para hacer entender que, en contra de los postulados de “raza” según los cuales los humanos son producto de su cuerpo, es precisamente el cuerpo que se nos aparece como el producto de las actuaciones y de las técnicas del ser humano. El gesto que nos puede parecer más insignificante nos informa de migraciones, de contactos culturales y de aportaciones que se han producido en un momento y un lugar determinados. Resulta imposible, entonces, menospreciar este valor grandioso. Interpretar un cuerpo significa interpretar una sociedad, y al revés. 

En 1970, a los veinte años de la reflexión de Lévi-Strauss, Mary Douglas elabora una hipótesis que permita comprender la relación entre los usos del cuerpo y las variantes culturales. La antropóloga inglesa parte de dos ideas. La primera idea sostiene que la aspiración a lograr una consonancia de todos los niveles de la experiencia produce una concordancia de los medios de expresión, por lo que el uso del cuerpo se coordina con el de los otros medios. Y, la segunda, que el sistema social impone un control y, por tanto, unas limitaciones a la utilización del cuerpo como modo de expresión. Respecto al primer punto, señala que el estilo adecuado a un mensaje coordinará todos los canales que se utilicen para transmitirlo (la forma verbal se corresponderá, en términos léxicos y sintácticos, con la situación concreta, el tono de voz, el grado de tensión o de relajación, la rapidez o la lentitud con que se hable nos proporcionará los datos no verbales, las metáforas del que habla nos ofrecen información sobre el mensaje).

Cualquiera que sea el tipo de comunicación, si queremos evitar la ambigüedad, es necesario que haya una concordancia entre los diferentes elementos con los que se transmite un mensaje determinado, esto significa que también es necesario que haya una cierta concordancia entre las expresiones de control social y corporal; primero, porque cada forma simbólica aumenta el significado de la otra y facilita la comunicación, y segundo [...], porque las categorías de acuerdo con las cuales percibimos cada experiencia derivan recíprocamente las unas de las otras y se refuerzan entre sí. (Douglas (1978 [1970]: 93)

Douglas puntualiza la afirmación de Mauss respecto al hecho que no existe un comportamiento “natural”: ella propone que se identifique “una tendencia natural a expresar un tipo determinado de situaciones por medio de un estilo corporal que se adecue”. Se puede calificar como “natural” esta tendencia en la medida que es inconsciente, y que en todas las culturas se obedece a ella, es decir, “surge como respuesta a una situación social que aparece siempre revestida de una historia y una cultura locales”. Así pues, concluye que “la expresión natural es determinada por la cultura”.

Los estilos corporales de que trata Douglas surgen espontáneamente y se interpretan espontáneamente. Lo ejemplifica con la conducta corporal de John Nelson Darby, uno de los líderes del movimiento norteamericano de la Asamblea de Hermanos en los años veinte del siglo XIX, el cual expresa su rechazo de toda forma de organización -especialmente, el hecho de que sus hermanos traten de organizarse en iglesia– mediante un “abandono de sí mismo”. Douglas acude a la descripción que F.W. Newman hace de Darby:

Las mejillas fláccidas, los ojos inyectados en sangre, miembros lisiados apoyados en muletas, una barba raramente afeitada, un traje mugriento y un aspecto general descuidado. En un principio despertaba lástima unida a la estupefacción por encontrar un personaje similar en un salón... Demostraba un sentido enorme de la lógica, una gran simpatía, una gran solidez de carácter, una ternura considerable y un abandono total de sí mismo. [...] No hacía abstinencia intencionadamente, pero las largas caminatas entre bosques solitarios y su vida entre los indigentes le imponían duras privaciones... Su caso emocionaba intensamente a los católicos pobres, que lo consideraban un verdadero santo de la antigua escuela. Veían claramente la huella del Cielo en aquella figura tan maltratada por la austeridad, tan superior a la pompa mundana y tan generosa en su indigencia... Al principio me ofendió su afectación aparente de un exterior descuidado, para pronto comprender que era el único medio con el que podía tener éxito a fin de acceder a los niveles más bajos de la sociedad y que no le movían ni el ascetismo ni la ostentación, sino un abandono de sí mismo de consecuencias fructíferas. (Douglas (1978 [1970]: 94)

La segunda idea que guía la hipótesis de Douglas trata del principio según el cual el sistema social impone un control al uso del cuerpo como modo de expresión. En la medida en que el sistema social ejerce un control limitador de la capacidad expresiva del cuerpo, se constata que, al igual que “la experiencia de disonancia cognoscitiva resulta perturbadora, la consonancia de todos los niveles de experiencias y contextos resulta altamente satisfactoria”. Si la imagen del cuerpo es la imagen de la sociedad, si no es posible un abordaje natural del cuerpo que no implique al mismo tiempo una dimensión social, entonces se puede asumir que el interés por las aperturas del cuerpo se debe vincular obligatoriamente al interés por las salidas y las entradas sociales, lo que Douglas llama “rutas de escape e invasión”. Por lo tanto, “donde no haya una preocupación por preservar los límites sociales tampoco surgirá la preocupación por mantener los límites corporales”.

En consecuencia, avanzo la hipótesis de que el control corporal constituye una expresión del control social, y que el abandono del control corporal dentro del rito responde a las exigencias de la experiencia social que se expresa. Aún más: difícilmente se podrá imponer con éxito un control corporal sin que haya un tipo de control equivalente a la sociedad. Y, finalmente, este impulso hacia la búsqueda de una relación armoniosa entre la experiencia del físico y el social debe afectar a la ideología. […] una vez analizada la correspondencia entre control corporal y control social tendremos la base para considerar actitudes variantes paralelas en lo que atañe al pensamiento político y la teología. (Douglas (1978 [1970]: 95)

La antropóloga sostiene que “allí donde la estructura de roles está definida claramente, aprobará el comportamiento de tipo formal”, lo cual se valorará más en contextos en que la estructura de roles es más densa y está articulada con más claridad. Por tanto, en la medida que lo formal conlleva “distanciamiento social y una distinción clara y bien definida de roles”, lo informal se lleva bien con “la confusión de roles, la familiaridad y la intimidad”.
Recuérdese, en el contexto corporal, que en paralelo a Douglas y después de Marcel Mauss y Franz Boas (de quien beben Gregory Bateson y Margaret Mead, quienes filman a los habitantes de Nueva Guinea y Bali a fin de estudiar los comportamientos no verbales) las corrientes estadounidenses de la quinésica, la proxemia y la microsociología de las situaciones (R.L. Birdwhistell; E.T. Hall; E. Goffman) también insisten en hacer notar, a partir de los años cincuenta y sesenta del siglo XX, cómo en una sociedad que valora todo tipo de formalidades, el control corporal se hace patente con una evidencia abrumadora, y cómo en esferas distintas de la vida social unas mismas conductas pueden resultar adecuadas en unos contextos y inapropiadas en otros (dos desconocidos, por ejemplo, mirarse fijamente a los ojos en un ascensor más de un segundo…: hacerlo al ser presentados en una fiesta nocturna, o en el medio militar, donde el sujeto de graduación inferior está obligado a mirar a los ojos a su superior jerárquico: la multiplicidad significativa en función del contexto sociocultural es vastísima), así se afirma la interacción sincrónica entre los diferentes sentidos y las categorías socioculturales que significan el proceso comunicativo del cuerpo. 

Son planteamientos que muy poco tiempo después de Mauss anuncia el argentino David Efrón (discípulo del antropólogo Franz Boas en el Departamento de Antropología de la University of Columbia de Nueva York: los libros de Boas, de origen alemán, fueron quemados en los calles de la Alemania en 1933 por los nazis porque a través de ellos Boas desmentía la jerarquización de las sociedades humanas en superiores e inferiores), en un contexto político –1941– como el del nazismo y de sus teorizadores racistas, en que resulta capital la aportación de la ciencia antropológica para comprender cómo toda teoría explicativa de la gestualidad debe acudir a los contextos socioculturales.1

Sin embargo, más que centrarse en el proceso que conduce de pasar de un conjunto determinado de símbolos a otro conjunto opuesto (lo que se llamaría “reversión”), se trataría de hacerlo en la clase de proceso que puede conducir a la desaparición gradual de control, lo que Douglas califica como détente (alivio) general del control. Sobre la base de este razonamiento, Douglas establece cuatro principios (sintetiza lo planteado hasta ahora y sienta las bases para un desarrollo ulterior):

1. El estilo apropiado a un mensaje determinado coordina todos los canales a través de los cuales se transmite este mensaje.
2. El cuerpo, en calidad de medio de expresión, está constreñido por las exigencias del sistema social que expresa.
3. A un control social fuerte, se corresponde un control corporal igualmente estricto.
4. Cuanto mayor sea la presión por parte del sistema social, mayor será la tendencia a descorporificar las formas de expresión (Douglas (1978 [1970]: 96).2

Douglas denomina a la cuarta regla “norma de pureza”. Junto con la tercera, ambas establecen la condición  los medios de expresión corporales. Básicamente, la norma de pureza tiene que ver con el hecho de que, cuanto más complejo es el sistema de clasificaciones y el control que se ejerce con el objetivo de mantenerlo, más fuerte es la tendencia que las relaciones ocurran entre espíritus desprovistos de cuerpo.

Todo lo contrario sucedía, por ejemplo, entre la militancia espiritista catalana desde los años sesenta del siglo XIX hasta la Guerra Civil de 1936 (Horta, 2004). El Centre d’Estudis Psicològics de Sabadell, fundado en 1911, ejemplifica la labor de liberación ideológica y práctica de este movimiento socioreligiosos. Vemos la imagen de un grupo de militantes, incluidos niños y niñas, en la excursión a la Font de Montalegre, en  1918. ¿Qué hacían? Excursiones colectivas los domingos, en su día de fiesta, para juntarse, compartir, pasear y explorar los mundos de la naturaleza extraurbana –tan cercana, tan lejana–.

II
¿“Estilos de vida saludables”?: camina o revienta, esclavo
Hay un riesgo, en cuanto al abordaje de las bondades del pasear, ejemplificado en el canto a sus virtudes implícitas. La estrategia de la Organización Mundial de la Salud (OMS) en los años setenta del siglo XX de una “salud para todos” basada en la superación de las desigualdades sociales, fue substituida de repente por otra que partía de la construcción de una “ideología de la salud” la cual culpabilizaba –hasta ahora, continua haciéndolo– a la persona de su propio estado de salud. Así, se enmascaraban las causas sociales de la enfermedad para que la gente aceptase acríticamente una intervención sobre el individuo que evitase la necesidad de intervenir sobre el contexto económico y político productor de enfermedad.

Históricamente, las prácticas médicas dominantes en Occidente se convierten, sobre todo, en fijaciones sintomatológicas. De ahí el éxito del conductivismo y la medicalización: ocultan las señales de la enfermedad y mientras sus causas permanecen inalteradas. Además, se profundiza la práctica farmacológica: la angustia –producto de un proceso estructural de insatisfacción– es sobretratada con píldoras, y –repitámoslo– el sistema social es eximido de toda causalidad con respecto al enfermar colectivo. Incluso se efectúa una homogeneización purificadora y absolutista de lo que deben ser hábitos de vida saludables (aquellos ligados al tabaco, la integración social, el alcohol y otras drogas, la alimentación y el ejercicio físico), y se obvia que en realidad se trata de categorías sociales y culturales que expresan universos en conflicto y una gran diversidad de situaciones.

El modelo que se nos impone como referente del desarrollo de la salud individual implica llamadas varias bajo la forma de cultos: el culto a cuerpos que deben esforzarse por mantenerse perpetuamente jóvenes; el culto a una concepción de la salud que expulsa, anula, invisibiliza y rechaza cualquier dimensión ligada al conflicto; y el culto a la concepción de la enfermedad como un asunto meramente individual y casi intransferible. De alguna manera, nos encontramos ante una secuencia continua de dispositivos ideológicos –que a su vez fundamentan las políticas públicas de la salud– que reflejan la falta absoluta de voluntad de los poderes económicos y políticos de las sociedades capitalistas de integrar no hábitos de vida saludables, sino de integrar otras maneras de existir, otras formas de organizar las dinámicas sociales, de plantearse la vida y la muerte y los vínculos entre la salud y la enfermedad.

El desafío del sistema y el reencuentro de un cierto equilibrio comprende, más que la asunción de unos hábitos de vida saludables, la consciencia de que en las maneras cómo las personas viven y perciben el mundo, en los modos en que se relacionan y se representan las realidades, subyacen proyectos sociales –subyace el modelo de relaciones sociales en el que vivimos o en el que quisiéramos vivir–. ¿Qué hay más profundamente en el interior de cada persona sino la sociedad misma? O, dicho de otra forma, ¿qué es aquello exterior a cada persona, aquello que la trasciende por todas partes y con lo cual se comunica día a día? ¡La sociedad! –en palabras de Durkheim (1986 [1912])–. ¿Cómo hacer entender, pues, que toda enfermedad es colectiva? Si todo proyecto de salud colectiva debe partir de la consciencia autónoma de cada persona, todo proyecto de destrucción social y deterioro generalizados de la salud no puede sino abogar por la preponderancia absoluta del individuo frente al mundo. Por ello es igualmente legítimo, necesario y todo, que nos preguntamos si una sociedad en la que los individuos son inducidos a representarse el mundo en términos de intransferibilidad de experiencias, en que se les señala como los únicos responsables de su desorden, en el que son culpabilizados en calidad de víctimas de una desestructuración que se origina en unos “estilos de vida nocivos”, es una sociedad encaminada a la autodestrucción. De ahí la reflexión de George Bataille (1997 [1961])3 respecto a que Occidente no ha centrado su energía en el amor y la reciprocidad positiva, sino en la tortura y la muerte. La verdadera tragedia es que la inmensa mayoría de la sociedad concibe este estado de las cosas como “normal”, o incluso como “imposible de cambiarlo” –como victoria ideológica terrible, sobre la clase trabajadora occidentalizada, de los postulados de Malthus y Ricardo de principios del siglo XIX–.

Walter Benjamin escribió que el cuento que el enfermo explica al médico puede ser la primera etapa de su curación. Sin embargo, ¿cuál es el cuento que el paciente puede explicar a la autoridad médica correspondiente? Ninguno. El motivo es simple: no hay tiempo para el diálogo. Dos, tres, cinco minutos de visita médica en la Seguridad Social, prescripción de medicamentos y encargo de pruebas analíticas para un futuro incierto, puede que lejano. Médicas y enfermeros atrapados en listas interminables de pacientes, sin medios para atenderlos debidamente, es decir, para mirarles a los ojos, escucharles, atenderles en su propia lengua excepto si su lengua es el castellano…, no suele haber ni sonrisas ni caricias en esta relación, ni el reconocimiento de la experiencia ajena. ¿Dónde está el encuentro bajo la forma de una cierta comunión emocional? ¿Dónde está la posibilidad de que el dolor se convierta en un paso más en la concienciación del trayecto claroscuro, dinámico, cambiante, de los seres?

Debe comprenderse que la dimensión del “porqué” o del “malestar” de la enfermedad se proyecta precisamente sobre los valores –siempre colectivos, siempre sociales– que confieren sentido a la vida, y que esto nos fuerza a examinar las causas sociales y morales de la propia enfermedad. Estas causas radican tanto en consideraciones de interacción recíprocas y comunales que son antitéticas, como, al mismo tiempo, en las bases de la organización social moderna, la cual está moldeada sobre las necesidades de las prerrogativas capitalistas y burocráticas –como señalaban hace décadas antropólogos como Nancy Schepper-Hughes o Michael Taussig, o bien Josep Maria Comelles y Àngel Martínez en el contexto catalán–. Que las sociedades imponen a los cuerpos sus disciplinas ha sido demostrado por la antropología hace más de ochenta años, a partir de los trabajos de Mauss. Pues bien, resulta que eso de los “estilos de vida saludables” es uno de esos discursos. Suena más bien desvergonzado apelar a mantener unos “estilos de vida saludables” en el infierno en que nos encontramos. Porque, como sostenían los gnósticos de los inicios de la era cristiana, el infierno es esto (Jonas, 2000 [1958]). Cabe pensar en los síntomas como expresiones de desequilibrios y desigualdades cuyo escenario es la sociedad, y que sólo adquieren un sentido en el momento en que se incluyen en un sistema simbólico determinado. A raíz de otra obra clásica del inglés Evans-Pritchard (1937), desde la antropología se ha ido verificando una vez y otra el principio según el cual “todo lo que tiene efectos sociales debe tener igualmente una causa social”. La desgracia, incorporada a la esfera de la sociedad humana, adquiere un carácter social. Una causa natural no puede ser el sujeto de una causa social.

Acaso no se trata tanto de rebatir la construcción cultural de la realidad clínica, como de rebatir la reconstrucción clínica de una realidad convertida en mercancía bajo el contexto opresivo, infernal, que impone la normalidad del capitalismo. Lo que estamos planteando sintéticamente en estas páginas es el drama absurdo, asumido colectivamente, de que una persona desesperada pueda ser despachada de la consulta médica en cinco minutos con una receta para la farmacia. Una población depauperada, al borde del abismo, es forzada a satisfacer relaciones de poder y explotación, y tributos fiscales, mediante los cuales se reproducen inmensas maquinarias estatales que convierten a las clases populares en carne de cañón. Si de alguna libertad disfruta la gente empobrecida y precarizada es la de sufrir y morir. Eso sí, como a los indigentes, se les dice: no fastidies, guárdate el dolor, haz el favor de morirte en casa o bajo un puente, si fumas no esperes que la medicina pública te cure de la enfermedad que tú mismo te has provocado, no alteres la mirada amable que nos envuelve.

III
A modo de conclusión: Jofre
Barcelona, Rambla del Raval, 19.36h de una tarde de otoño del 2009. Uno va a asistir a una de las más gloriosas escenas contempladas en el curso de su existencia. Prolegómeno: una madre anda desde el este con un renacuajo que parece que acaba de descubrir cómo mantenerse en pie. El trayecto que ha trazado el pequeñazo es impactante, reproducirlo en un mapa resultaría para los espectadores no mareante, sino vertiginoso, abismal. En el curso de su existencia hemos asistido a estimulantes despliegues de repertorios de técnicas corporales fascinantes, así y todo, ni circo, ni danza contemporánea, ni coreografías callejeras pueden compararse a lo que se habrá visto: lo más semejante sería el Big Bang callejero de un cuerpecillo humano. A la altura del bloque de bancos 3B su madre ha lanzado un alarido: “Jofre: no!!!” –con amenazadora pausa entre “Jofre” y “no!!!”–. Jofre, el pequeño indígena catalán merecedor de una oda, acababa de despegarse de su madre, dando una vuelta atrás girando sobre su propio cuerpo y al mismo tiempo dibujando amplias elipses a lo largo y ancho del rectángulo hasta llegar a unos tres metros del bloque de bancos 4A. El genial microtranseúnte ha frenado en seco a raíz del grito supuestamente materno y entonces ha corrido hacia ella a través de una línea, ahora sí, impolutamente recta. La secuencia, de cortísima duración, ha sido maravillosa, ejemplar, irrepetible. Lo que el diminuto transeúnte ha dado a conocer no es un mundo paralelo, sino un auténtico universo paralelo con todas las connotaciones sociales, morales y físicas posibles a su alcance.

Pasos, exploraciones, normas y transgresiones. Recordaré el resto de mi vida a este impresionante microtranseúnte danzarín, Jofre. Termino con dos citas: de Spinoza, “Nadie sabe lo que puede un cuerpo”. Y de la afligida Ofelia en el Hamlet de William Shakespeare, suicidada por la falta de sentido del desamor, “Lo que somos, lo sabemos; no sabemos, a pesar de todo, lo que podemos ser”.

IV
Epílogo
He querido añadir este epílogo para expresar cosas que no suelen recogerse en las ponencias. Escribo las siguientes líneas en Barcelona, justo cuatro semanas después del encuentro. Bajo los auspicios de la directora cultural de Tabakalera Ane Rodríguez y del resto del equipo, el organizador y coordinador de la jornada –Oier Etxeberria– nos sometió a una rigurosa disciplina presencial que generó sucesivas asociaciones de ideas debido a la infinidad de cuestiones convocadas, lo que me llevó a replantear esta exposición durante mi propia intervención a fin de proponer otros enfoques posibles al abordaje del caminar. Como dije, a partir de la intervención de Julio Villar –autor de dos crónicas maestras: sobre el caminar, Viaje a pie. Mar de nubes (2016 [1986]); y sobre su heroico viaje marítimo alrededor de sí mismo y del mundo en una humilde embarcación entre 1968 y 1972, ¡Eh, petrel! Cuaderno de un navegante solitario (1989)–, a partir de ahí, insisto, uno hubiera podido remitir al caminar cotidiano de la gente de Cabo Verde por los márgenes de las carreteras y los caminos montañosos (Horta/Malet, 2014), al deambular ritual de las personas manifestándose colectivamente, al propio papel del etnógrafo cuando se convierte, también él, en paseante urbano productor de acontecimientos o situaciones durante la observación sobre el terreno con otros paseantes, a las primarias caminatas de mi compañera Maria y yo en los Pirineos catalanes –en las cuales sistemáticamente nos perdemos– y a nuestros paseos por Donosita sin necesidad alguna de metro hasta la librería-restaurante Kaxilda –homenaje a la anarquista vasca– de Lídia y Esteban y su gente...

Disponemos de textos fundamentales para inspiradores paseos como este propuesto por Tabakalera: por ejemplo Caminar, de Henry David Thoureau (1862 [escrito entre 1851 y 1860]), que tanto complacería a Julio Villar y a Juan Gorostidi: “Mi sed de conocimiento es intermitente, pero mis ganas de hundir la cabeza en atmósferas desconocidas para mis pies es perenne y constante”, escribe Thoureau. O, por ejemplo, como Caminar: un elogio, brillante ensayo del antropólogo David Le Breton (2011 [2000]), para quien “caminar es vivir con el cuerpo…”. O, también, como el fascinante, denso y panorámico ya clásico moderno Wanderlust. Una historia del caminar de Rebecca Solnit (2016 [2001]), quien postula el caminar como acción política. Estoy seguro que de un modo u otro los participantes en este encuentro –también quienes asistieron y dialogaron con las personas invitadas– alimentamos desde perspectivas diversas la pasión por desplazarnos, la pasión por transitar por otros mundos que están aquí, esa pasión exploradora que Juan Gorostidi muestra por la iniciación a través de los ejercicios corporales del tai chi chuan (2008).4 Quizás esa pasión inconsciente por reconocer que lo más profundo no es la piel, como sostiene Paul Éluard, sino el camino. Como el trance, todo camino es cambiar, conocer, comprender, vivir unos mundos por otros…

Un mundo por otro: soy hijo de madre vasca –Paula (1934-2007), de Lantziego; mis abuelos, Gerardo y Francisca–, y cada vez que vengo a este país mi corazón estalla y a solas, cuando nadie me ve, lloro. Lloro con un desconsuelo profundo que me remueve las entrañas, con una tristeza extraña que no sé de dónde viene, puede que de tantos sufrimientos y luchas y esperanzas aplastadas y de tanta vida y tanta muerte, y del colectivo avanzar a trompicones por necesidad. Revivo mi infancia en los veranos en Lantziego, andando por los campos recogiendo moras con mis primos vascos y mi hermano Roger; o montado con mi abuelo Gerardo sobre una mula –la Mula– acompañados de un perro –la Loba– camino de los huertos, con bocadillos y una cantimplora –¡cómo disfrutaba yo viéndole hacer pequeños canales de riego, siguiendo los cursos del agua!–…, mi abuelo, que cada 14 de abril se quedaba en casa, sin trabajar, porque así impugnaba simbólicamente el fascismo, él, que tanto deseaba ver morir al dictador y que murió un año antes, en 1974. Con Maria tendremos un hijo en verano –mi hija Laura, mi heroína de 26 años, ya ha rodado por medio planeta– y durante el encuentro no dejaba de vernos caminando junto a él de aquí a la eternidad, perdiéndonos con amor en mil caminos. Su nombre responderá –lo decidimos el 10 de febrero en Donostia– a la catalanización de un antropónimo vasco: Àritz. Fuerte y delicado como un roble –haritz bat– entre montes, caminos y arboledas. Aprenderá a levantar piedras, porque también su alma será hija de este pueblo-coraje que ayuda a las piedras pesadas a volar –harrijasotzea–, elevándolas hasta el hombro y girando sobre sí mismo para depositarlas de nuevo en un lugar que nunca será el mismo. Técnicas corporales.

Deseo que más allá del imperio del trabajo asalariado, de los cuerpos encarcelados, del miedo, de la represión y de la autocensura los caminos de Euskalherria resplandezcan siempre verdes, florecientes y salvajes. Y que los seres humanos, que los pueblos del mundo, podamos caminar algún día, libres, para reencontrarnos en una vida diferente para siempre. En el camino.
Te agradezco ese hacer aparecer tanta sensibilidad colectiva, Oier.

Notas
1. Véase D. Efrón (1970 [1941]). Durante la redacción de Gesto, raza y cultura –en 1940, publicado en inglés en 1941–, Efrón asevera que ha recopilado una bibliografía de más de 1.000 títulos sobre gesto y postura (la cual, al menos hasta 1970, todavía no había sido publicada). A partir del análisis de diversas categorías de movimientos de la cabeza y de las manos, Efrón desarrolla su obra para distinguir en términos teóricos clases de comportamiento no verbal en relación con unidades analíticas medibles una vez “aisladas”. Quizás Birdwhistell, Hall, Goffman y Douglas, por ejemplo, mantendrían una cierta deuda no muy explicitada con Efrón, de quién nadie parece acordarse (fue Manuel Delgado quien me lo hizo conocer).
2. Para comprender el alcance de los aparentemente paradójicos vaivenes de la sociedad occidental contemporánea, véase la contrapartida trágica respecto a los usos del control social y las formalidades que se dan en la oposición establecida entre cuerpo y espíritu en el contexto del auge del nazismo en la Alemania de los años treinta, manifestada en 1935 en la afirmación de uno de sus teóricos, Paul Ernst, en Eine Credo (citado por G. Buchanan [1980: 197]: “¿Será posible que la Humanidad encuentre una religión puramente espiritual, que no tenga necesidad de cuerpo, de expresión o de forma, que no sea más que sentimiento?”. En los campos de exterminio los verdugos nazis apelan a un sentimiento desnudo de “cuerpo, expresión o forma”.
3. Con André Malraux como ministro de Cultura en Francia, la primera edición de Las lágrimas de Eros fue clasificada en el Índice de Libros Prohibidos.
4. Véase desde su bloc http://juangorostidi.info/ hasta su andar social como acción y como pensamiento en la entrevista que le hizo Gorka Erostarbe en Berria (23-X-2016), memoria viva de la historia colectiva en calidad de camino siempre inacabado: http://www.javierortiz.net/voz/iturri/juan-gorostidi-en-el-ambito-intelectual-estamos-rodeados-de-propagandistas –y, también, en su obra de 2016–).


Referencias bibliográficas
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