¿QUIÉNES SON LOS HUMILLADOS?
[LA HUMILLACIÓN. TÉCNICAS Y DISCURSOS PARA LA EXCLUSIÓN SOCIAL (2009):
7-14. EDICIONS BELLATERRA]
Manuel Delgado Gerard Horta Alberto López Bargados
Es posible que haya sido desde siempre que determinados seres humanos, individualmente
o como miembros de ciertos colectivos, hayan sido o se hayan sentido humillados
–o ambas cosas a la vez– por otros que eran más numerosos o más poderosos que
ellos. Ser o sentirse humillado es saber que tú no eres como los demás, que
eres demasiado o demasiado poco no importa qué, y que ese exceso o esa carencia
te hace merecedor de un trato denigrante que te rebaja, te hunde, te
inferioriza, te inhabilita para merecer esa dignidad elemental que nadie
debería ver nunca escamoteada. Ser o sentirse humillado es ser o sentirse una
mierda, es decir literalmente un detritus, un desecho, algo que está de más,
que sobra, que, además, apesta y ensucia, y frente a cuyo potencial
contaminante solamente cabe la condena al aislamiento, a la expulsión o al borrado
definitivo. Esa negación que afecta a ciertas personas –algunas, casi siempre
muchas– no es un fenómeno nuevo; es posible que la marginación, la
discriminación, la segregación, la xenofobia, el clasismo, el machismo y todas
las demás formas de exclusión o de opresión hayan conocido todo tipo de
expresiones en sociedades que probablemente nunca ni en ningún sitio han
llegado a devenir justas.
Seguramente siempre y por doquier las relaciones entre los diversos
conjuntos sociales se han visto marcadas, a menudo, por la convicción de que
alguno de esos conjuntos era intrínsecamente indeseable y merecía una
descalificación global, que no pocas veces acababa conduciendo al asedio y, en
los casos más extremos, al exterminio físico. A lo largo de varios siglos, en
demasiados lugares, un número incalculable de individuos han sido prejuzgados,
marcados, perseguidos o castigados no por lo que habían hecho sino por lo que
eran o se suponía que eran. Esa dimensión expresiva de la humillación, por
principio sancionada por una ley, legitimada por una ideología o consagrada por
un dogma, tiene su contrapartida en la zona de sombra de los sentimientos. El
individuo humillado experimenta de un modo u otro la amargura de su condición,
se ve obligado a afrontar las emociones que suscita en él o ella esa
desagregación forzosa, sometiéndose las más de las veces, sublevándose en
algunas otras. Con todo, la voluntad de humillar y el sentimiento de sentirse
humillado no son operaciones lógicas perfectamente coordinadas, ni sus efectos
sobre la acción social son predecibles; se abre aquí el vasto y esquivo campo
de la conciencia. Si, en principio, sentirse humillado es el primer paso para
la impugnación de todo orden social así configurado, falta saber si sentir que
se humilla conduce invariablemente a la relajación y eventualmente a la
supresión de dicho orden.
No parece existir, pues, un único principio lógico que nos permita enunciar
de manera general qué es humillar y/o sentirse humillado, por lo que resulta
más prometedor atender a la casuística. ¿Cuáles han sido y continúan siendo,
hoy y a nuestro alrededor, los motivos de ese rechazo que no necesita pruebas
para justificarse, o que es capaz de inventarlas para justificar la negación al
clasificado como “otro” del derecho a la igualdad, a la libertad o a la vida
sólo por las diferencias que supuestamente encarna o que se le atribuyen?
¿Cuáles son los mecanismos que permiten desarrollar esa construcción social del
otro como enemigo que hay que neutralizar, incluso suprimir, en todos los casos
no sin antes haberlo humillado?
A la hora de ensayar una respuesta a estas cuestiones, sería cosa de
descartar algunas respuestas habituales. La primera, la que suele considerar
las actitudes excluyentes en términos psicológicos, de forma que la humillación
–y enseguida, tras ella, la segregación o persecución– sea atribuida a la
personalidad de los humillantes. He ahí una vía para escamotear un intento de
comprensión profunda del problema. A veces, porque naturalizan el rechazo, al
considerarlo una proyección del recelo instintivo que todas las especies
experimentan hacia el extraño (Jacquard). Se trata de una visión que muestra la
negación o el rebajamiento del otro a una especie de tendencia natural del ser
humano a temer y a protegerse de todo lo desconocido, y en consecuencia a
rechazarlo. Esta línea argumental suele reforzarse con razones extraídas de la
etología animal o la sociobiología. Otras lecturas subjetivistas más
sofisticadas consideran que el otro rechazado representa una proyección de los
elementos inconscientes que no queremos aceptar de nosotros mismos, nuestro
propio «yo oscuro» (Kristeva). Incluso otra línea analizaría las conductas
humillantes a lo que se presenta como una «personalidad autoritaria» (Adorno),
o sencillamente, como el síntoma de una patología psiquiátrica que agudiza la
agresividad.
Frente a esa clase de interpretaciones, que dejan de lado los factores
contextuales, acaso convendría, como decíamos, llevar a cabo una lectura de las
formas variables de humillación que las considerara asociadas en todos los
casos a unos determinados sistemas de acción y representación sociales, que las
mostrase como la consecuencia, más que la causa, de relaciones entre sectores
sociales que son considerados o que se consideran a sí mismos incompatibles o
antagónicos y uno de los cuales ejerce la dominación sobre el o los otros, a
los que humilla precisamente como estrategia de naturalización de ese mismo
dominio, como forma de convertirlo en natural y de convencer al propio
humillado de la inevitabilidad y la inexorabilidad del maltrato que sufre.
Dicho con otras palabras: las técnicas y los discursos de y para la
exclusión de unos seres humanos por otros no deben ser buscados –como se suele
hacer– en el origen de las tensiones o de las contradicciones sociales, sino
que a menudo son su resultado. ¿Cuál es su tarea? Racionalizar, a posteriori,
la humillación y, enseguida, la explotación, la marginación, la expulsión o, en
los casos más extremos, el acoso o el exterminio de los excluidos. Así, cada
uno de los grupos que se autodiferencia o que es diferenciado por los otros
representa un punto dentro de una red de relaciones sociales en que la
distribución del espacio, los requerimientos de la división social del trabajo
y muchas otras formas de conducta competitiva son fuentes permanentes de
colisión de intereses, y entre las identidades donde esos intereses se refugian
tan a menudo para legitimarse. Entonces, la frecuencia y la intensidad de los
contactos físicos, territoriales, culturales y económicos estaría en la misma
base del aumento de la conflictividad entre colectivos humanos, una
conflictividad que, obviamente, siempre acabará beneficiando al agente que
ocupe la posición hegemónica, que controle los aparatos represivos del Estado y
que no sólo tenga acceso a las fuentes de producción de los significados, sino
que las instrumentalice adecuadamente en orden a perpetuar la opresión tanto
como a mostrar como «normal» tal estado de las cosas. A escala global, la
identidad colectiva –étnica, religiosa, política– aflora en calidad de
subrogación que oculta relaciones de clase o de casta, lo que explica la
verticalidad que se impone a las relaciones entre un colectivo diferenciado y
el otro. De hecho, el auténtico trasfondo del terror estructural agazapado en
semejantes dinámicas consiste en hacer creer a una mayoría social que ella
misma no es en ningún caso objeto de humillación política, económica y
cultural. En este sentido, los dispositivos de control social se aplican en la
fijación del etiquetaje humillante, del blanco del menosprecio, sobre unos
sectores sociales determinados a fin de ocultar las dimensiones reales de
procesos cuya finalidad última –la perpetuación del totalitarismo y la
desigualdad– alcanza conjuntos sociales mucho mayores que en ningún modo se
autopercibirían como «humillados».
Se podría establecer que los dispositivos de la exclusión, reconocibles a
distintos grados en otras sociedades y momentos históricos, se han agudizado en
una última fase de la evolución de las sociedades modernizadas, como
consecuencia paradójica del apogeo del igualitarismo. En efecto, las ideologías
de y para la humillación –al margen de su grado de sofisticación– funcionan
como una fuente de justificaciones para desmentimiento de la igualdad de
derechos y oportunidades que sufren constantemente las relaciones sociales
reales. Todas las modalidades de inferiorización encuentran, por esta vía, un
vehículo para naturalizar una jerarquía en la distribución de privilegios y en
el acceso al poder político y a la riqueza económica que los principios
democráticos que únicamente en términos de autorepresentación ideal orientan la
sociedad moderna nunca podrían legitimar.
Cada forma de humillación conoce varios niveles de intensidad y de elaboración.
Puede basarse en un estado de opinión difuso o llegar a ser asumida como
orientación básica de medidas gubernamentales o de leyes incluso presuntamente
democráticas. Sus formalizaciones pueden ser fragmentarias y contradictorias,
pero también pueden apoyarse en teorías que parecen sazonadas con el máximo
rigor «científico». Las lógicas de la humillación pueden limitar los efectos a
un desprecio y una hostilidad latentes, que desencadenan una infinidad de
microincidentes cotidianos que puede que apenas llamen la atención a fuerza de
ordinarios o que, en ocasiones, alcancen el rango de incidente destacable por
los medios de comunicación cuando es lo bastante espectacular. Puede ser
individual, o bien protagonizado por pequeños grupos o incluso masivo, como
vemos en el caso extremo de los linchamientos o los progromos. Pero también
puede y suele definir la política de un gobierno, institucionalizarse e
instalarse como violencia oficial del Estado, y dar pie a auténticos programas
de deportación o de eliminación física del que siempre en un primer momento
tuvo que ser humillado.