dijous, 19 de gener del 2017

El etnógrafo como cazador de mariposas (text de Manuel Delgado)


EL ETNÓGRAFO COMO CAZADOR DE MARIPOSAS
[Fragment del pròleg de
Rambla del Raval de Barcelona
(El Viejo Topo, 2010)]
Manuel Delgado

Acaba de aparecer, publicado por la El Viejo Topo, Rambla del Raval de Barcelona. De apropiaciones viandantes y procesos sociales, de Gerard Horta, colega, compañero de Departamento y sin duda una de las personas que más quiero. Se trata de un trabajo que resulta de un I+D titulado Estudio operacional sobre flujos peatonales en centros históricos de Portugal y España. Me parece un ejemplo muy interesante y orientador de cómo hacer etnografías de espacios públicos, en contextos como el de Ciutat Vella de Barcelona, paradigma de lo que deberíamos llamarurbanismo preventivo, es decir urbanismo destinado al saneamiento y por supuesto al control de barrios reputados como conflictivos, es decir obreros, y nuevo avance en la destrucción definitiva de la ciudad popular. Gerard me honró pidiéndome el prólogo del libro. Lo he titulado El imperio de lo sentido y me permito reproducir aquí unos párrafos para animaros a comprarlo. Vale la pena.

***

[…] Y es ahí desde donde se accede a ese otro estrato al que el estudio de Gerard Horta nos traslada. Se trata ahora de levantar testimonio etnográfico de cómo un fenómeno macro –la destrucción de un barrio que fue popular, como ejemplo de transformación urbanística contemporánea– se inscribe en la piel y se dibuja en el rostros de los seres humanos concretos que lo sufren; cómo está ahí, a la vista, en lo que los sentidos y los sentimientos perciben al verse cara a cara con la cara de los aquellos de los que se quiere saber algo más y que no está en lo que piensan, o mejor dicho en lo que dicen que piensan, en sus discursos, sino en lo que hacen sus cuerpos, al caminar, al agacharse o al erguirse, al detenerse un momento, en cada uno de sus pasos, en sus sombras.

Lo que merece la pena subrayarse de las páginas que siguen, en cuanto a ese método cuya vigencia se renueva, es más bien la radicalidad de su planteamiento, que va más allá de lo experimentado hasta ahora en etnografía urbana, incluso en la más deudora con la microscopia interaccionista teorizada por Erving Goffman. Aquí se verá que hay mucho de los mejores trabajos de Lofland, White, Duneier, Pétonnet o Low, pero la originalidad de Horta es que lleva ese tipo de técnica de percepción, registro y descripción hasta unos límites ciertamente osados. Lo que va creando es una verdadera colección de instantáneas móviles de un detallismo casi exasperado, hasta tal punto resulta vehemente su preocupación por recoger hasta las menores migajas de actividad humana observable. Es entonces cuando se reconoce en la aventura metodológica del autor un homenaje no se sabe si consciente o no con la gran tradición del viejo naturalismo literario, siempre más preocupado por las energías, las densidades y las intensidades que por las formas, las materias o los temas. Y es ahí donde Horta se reencuentra con la sensitividad extrema de Zola, Maupassant, Flaubert, pero también de quienes al tiempo superaron y completaron la obsesión descriptiva de éstos: los Joyce, Proust, Musil..., o, más adelante, de la nouvelle roman francesa, a la manera de Robbe-Grillet, Michel Rio y sobre todo de un Georges Perec. En cualquier caso, una vez más se vuelve a hacer manifiesto que la antropología es, en efecto, una ciencia experimental, cuyo laboratorio de pruebas no es sino el texto.

Ese estilo de registro y descripción ya había sido ensayado por el propio autor en otro trabajo suyo anterior, cuya importancia y valor seguro que el tiempo acabará reconociendo: L’espai clos (Edicions de 1984, 2004), un estudio sobre las apropiaciones sociales del espacio del fracasado Fòrum de les Cultures, celebrado en Barcelona en el año 2004. Allí deberíamos reconocer esa misma apuesta de formalización que vamos a reencontrar ahora en esta investigación sobre la Rambla del Raval. Su interés no residiría en el método en sí, puesto que la mirada ambulante de Horta no hace sino lo que proponía el maestro de todos nosotros en materia de observación etnográfica, Bronislaw Malinowski: ir pasando descubriendo al pasar, como leemos en la introducción de los Argonautas del Pacífico Occidental, “muchas cosas que, para un observador preparado, evidenciarían en un primer momento los hechos sociológicos más profundos”. Para cubrir tal objetivo lo que propone Horta –y ese es un aspecto especialmente destacable de la obra que sigue– es enfrentarse con el problema de cómo detectar, seleccionar, registrar, transmitir y explicar todo eso que se despliega ante sus ojos y que son hechos urbanos, es decir hechos que remiten o representan lo urbano como forma de vida social compuesta por encuentros efímeros entre desconocidos relativos o totales y por acontecimientos la inmensa mayor parte de los cuales no se van a repetir. Con el fin de dilucidar y transmitirnos la lógica y la estructura de hechos y seres sociales que se dan casi siempre en temblor, el autor ensaya un tipo singular de etnografía que parece empeñada en parecerse a su objeto. Lo que resulta es entonces una etnografía ella misma nerviosa, inquieta, además de, por descontando, peripatética y ocasional, puesto que para llevarla a cabo el etnógrafo no puede hacer sino ir de un lado a otro atendiendo lo que sucede “al vuelo”, esperándolo o persiguiéndolo, a la manera de un cazador de mariposas. 

Es ahí donde la estudio sobre un paseo –lo que alguien llamó la “Rambla triste”, para distinguirla de la Rambla turística de Barcelona– se despliega como lo único que puede ser: estudio sobre sus paseantes, sobre las masas corpóreas con rostro humano que lo recorren, lo cruzan y haciéndolo se cruzan, las siluetas que le dan sentido práctico y emotivo a un territorio urbano en tanto seres espaciantes, es decir seres que generan ese mismo espacio que pareciese que sólo usan. Donde arquitectos, urbanistas, políticos y demás especialistas en ciudad ven proyectos, actuaciones, iniciativas, planes, transformaciones, dinámicas, escalas..., Horta ve a una mujer que le grita al teléfono de una cabina “¿dónde estás?”; un perro suelto; dos muchachas de rosa; un vendedor de latas que repite cansino “beer, cerveza”; un niño –Jofre– que cree que juega, pero que en realidad está danzando; dos ancianos que toman el sol cada uno en la punta de un banco; un borracho que exige le miren a la cara; alguien que pasa y desaparece; un barrendero que decide que ya es el momento de comer su bocadillo de media mañana; el conserje de un hotel de tres estrellas preocupado por la suerte de las maletas que unos clientes han dejado descuidadas sobre la acera... Todo un universo de personajes y sucesos fugaces, que advierten de una vida social abigarrada y con frecuencia dolorosa, que la vida pública exhibe a cada momento, pero de la cual, a pesar de ello, de que está ahí, a la vista de todos, nuestras autoridades no saben ni sabrán nada. Ellos y ellas, viandantes habituales u ocasionales, son gentes que –nunca mejor dicho– “hacen la calle” y que son los grandes protagonistas de la vida urbana, esa vida que se pasa el tiempo nutriéndose con aquello mismo que la altera.

Se trata entonces, lo que sigue, de un verdadera experimento de etnografía radical de un espacio urbano, si se quiere de un espacio público, pero no en el sentido hoy en boga –páramo de armonía y consenso donde seres ávidos por colaborar, que se abandonan a las buenas prácticas ciudadanas–, sino en el sentido de espacio en que cada cual se somete a las iniciativas y a las miradas ajenas y donde se prodigan los encuentros y los encontronazos. Por y para ello ese trabajo no se limita a contemplar la actividad de cuerpos sin identidad y liberados de estigmas –como pretendería el “espacio público” ideal de la ficción democrática oficial–, sino que nos muestra cómo es una historia colectiva, una estructuración social consubstancialmente asimétrica y los intentos de depredación capitalista del barrio los que se proyectan activamente en la superficie de ese paseo y en los cuerpos de quienes por él van, vienen, se detienen, juegan, pelean, se sientan a descansar, otean, esperan o merodean. Por él ya no sólo circulan viandantes y vehículos: también se deslizan, como en una coreografía secreta, seres humanos que trabajan, que miran y que, en tantos casos, luchan, cada cual a su manera, en pos de una vida digna, en una actividad rigurosamente vigilada por dispositivos de control y represión que sutil o groseramente no pierden de vista lo que pasa y están prestos a aplastar cualquier foco de alteración y no digamos de rebeldía, no obstante, al fin y al cabo y como siempre, inútilmente.

Se nos coloca, en esta obra, en la senda en pos de una en gran medida pendiente antropología de las calles, de una vida que transcurre en las aceras, por definición móvil y compuesta, hilvanada por una urdimbre poco menos que inextricable de interacciones y en que los intereses y las representaciones se encarnan en un orden de acontecimientos particulares que urge describir. La observación se plantea entonces como una captación práctica y apenas formulada de un mundo entendido como actividad: el mundo-acción.

En resumen, el material del que estas líneas son el pórtico resulta de un criterio que entiende el trabajo sobre el terreno como imperio de lo sentido. Sentido en su dos acepciones, alusivas a lo que es al tiempo percibido por fuera y notado por dentro, desmintiendo de paso la distancia entre esos dos niveles que nuestras creencias suelen dar por descontada. Primero, lo que tenemos es el producto de un ejercitamiento de los sentidos, pues la observación a la que se entrega Horta no es sólo óptica, sino también multisensorial, es decir sonora, táctil, olfativa y gustativa, en tanto aprecia la actividad social a estudiar como un conjunto no sólo de textos –a la manera como ha propuesto la antropología interpretativa–, sino como articulación de texturas, para el conocimiento de las cuales los ambientes y las cualidades sensibles son tan importantes como los discursos eventualmente explicitados por los propios actores sociales. Pero la etnografía que sigue no es sólo sensorial, sino también sentimental, es decir precipitado final de emociones no subjetivas, sino perfectamente objetivas y objetivables, que son el fruto de contemplar –el etnógrafo– el pavoroso espectáculo final de una sociedad a la que estructuran el abuso y la arbitrariedad.

Lo que queda luego de haberle aplicado esa singular mirada etnográfica –expresión de una forma apasionada y casi pasional de hacer ciencia antropológica– es un espacio ciertamente urbano, pero que no tiene ya apenas nada que ver con la quimera idílica de ese “espacio público” concebido a la manera de un escenario del se ha conseguido expulsar los combates y los fracasos. Todo lo contrario: lo que esa forma de observar desvela es ahora un proscenio en el que una sociedad humana exhibe su grandeza y su miseria: la miseria de una injusticia y una desigualdad que organizan en torno suyo toda sociedad capitalista, y la grandeza del entrelazamiento de seres humanos que, no conociéndose o conociéndose a penas de vista, reciben y perciben a cada momento las posibilidades infinitas que se desprenden del hecho elemental de encontrarse con otros y otras y estar juntos ahí afuera, abajo, en la calle.