SOCIEDADES MOVEDIZAS
[Biblio3W, 2007]
Gerard Horta-Calleja
Delgado, Manuel. Sociedades movedizas. Pasos hacia una antropología de las
calles. Barcelona: Anagrama, 2007, 275 pp. [ISBN: 978-84-339-6251-5].
Prosiguiendo la profunda inmersión en el estudio de los espacios públicos
emprendida al acabar el pasado siglo con El
animal público (Anagrama, 1999), hasta llegar a Elogi del vianant (Edicions
de 1984, 2005), en Sociedades movedizas
Manuel Delgado ahonda de entrada, nuevamente, ese amplio trayecto de
investigación en torno a lo urbano a través de un mordaz rosario de reflexiones
teóricas y metodológicas que le sirven de base, a continuación y en la segunda
parte de la obra, para analizar varios contextos ligados al dinamismo implícito
en la vida social de las calles. No se trata, nunca y en ningún caso, de tomar
el lugar como referente inconmensurable, sino el viaje que se produce a través
de éste.
Las calles se configuran, en efecto, como los espacios por excelencia de las
distintas y antagónicas expresiones de la esfera pública, allí donde la fusión
colectiva de los urbanitas afronta, atraviesa, adapta o trastoca un modelo de
sociedad fundado y abocado por principio a la exclusión, más allá de cualquier
idealización de la noción de espacio público como categoría pura en el sentido
de estar exenta del núcleo que la explica: el movimiento, el cambio y la
transformación asociados al conflicto.
El autor construye un recorrido auténticamente apasionante por la
antropología y otros territorios de las ciencias sociales –de la mano de la
literatura, la poesía, el teatro, la pintura, el cine–, y enfoca la mirada con
la precisión compulsiva de un observador en serie dispuesto para la acción
desde una voracidad intelectual extrema. Resulta imposible adentrarse en el
hilo del pensamiento que Delgado propone al lector sin atender justamente esa
condición perpetuamente móvil del observador en serie. Sediento de relacionar
vida y pensamiento, poseído por una frenética, casi enloquecedora, ansia
liminar de explicar, interrelacionar, entender los vaivenes de la cotidianidad
pública y sus lógicas ocultas, el autor desmenuza reflexivamente cada uno de
los fragmentos del espejo roto que convoca en calidad de petición de sentido
fuera de las formalidades obscenas de lo evidente: la vida social de la casa a
las calles, el lugar con relación al desplazamiento en espacios que son
procesos sociales –producidos, reproducidos y transformados–, el individuo
alienado y la multitud efervescente, el extrañamiento y el encuentro sintético
de la sociedad en el seno de los espacios públicos, el desarraigo y las formas
de socialidad en que cristaliza la muchedumbre de transeúntes que reformulan
continuamente el pasaje urbano, la fobia del estado contra el nomadismo
desmentidor de los límites de la ciudad, los avatares fluctuantes e inconexos
que afronta la etnografía de las calles al formalizar el fluir de las
poblaciones que los animan, el no-lugar como travesía... Junto a Tarde,
Durkheim y Simmel, el interaccionismo de G.H. Mead y la microsociología de E.
Goffman, junto a una retahíla de clásicos de la antropología –de
Radcliffe-Brown a Lévi-Strauss– y de otros no tan clásicos, razona para qué
sirve una disciplina los miembros de la cual participan, en el extremo
inferior, de la propia vida social que estudian. He aquí, pues, las otras
calles de una antropología que bebe del realismo etnográfico –¿de qué iba a
beber, si no?– y que dialoga con los presupuestos naturalistas respecto a los
modos en que las personas se procuran los espacios públicos y les otorgan
valores expresivos, abstractos, simbólicos y a su vez empíricos, materiales,
instrumentales, aunque tal distinción responda, está claro, a tipos
clasificatorios que acaban remitiendo a las múltiples formas humanas de la
actuación siempre instrumental en y sobre el mundo, sea a trompicones, sea a
través de sofisticados procesos racionalizadores de los cuales eso que
Malinowski definía como “el mapa mitológico de los occidentales”, o sea la
historia, se encarga de mitigar su condición de baches, parches más bien
turbios cuyo objeto consiste en amortiguar las dimensiones paradójicas de la
vida social. Aunque, sin duda, ¿qué sacude más que un bache? ¿Qué temblor puede
alcanzar mayores dimensiones que el de la travesía?
En cierta medida todo ello constituye la segunda parte de la obra, que se adentra en los aspectos políticos e ideológicos de la construcción de la exclusión y la diferenciación sociales en los contextos totalitaristas de las sociedades capitalistas. Resuenan el excelente Carrer, festa i revolta. Els usos simbòlics de l’espai públic a Barcelona (1951-2000) (Generalitat de Catalunya, 2003) sobre el movimiento y las movilizaciones de los barceloneses en la segunda mitad del siglo XX respecto a sus apropiaciones de los espacios públicos, desde una reivindicación imperativa de derechos como el de manifestación, un derecho desvergonzadamente pisoteado por los poderes públicos supuestamente democráticos a lo largo de esta pasada primavera –véase el número de manifestaciones físicamente secuestradas y reprimidas en Barcelona, desde mayo de 2007, por centenares de agentes de la seguridad del estado, bajo la más absoluta cobertura institucional y mediática–; reivindicaciones del anonimato del peatón frente a las racionalizaciones jerarquizadoras con que se legitiman discriminaciones bien visibles en los espacios públicos; críticas demoledoras del discurso a favor de la tolerancia como un medio por afianzar la perpetuación de interpretaciones y conductas estigmatizadoras; y un incisivo análisis de la figura amplia de la mujer “pública” y el papel del género en las relaciones sociales.
En cierta medida todo ello constituye la segunda parte de la obra, que se adentra en los aspectos políticos e ideológicos de la construcción de la exclusión y la diferenciación sociales en los contextos totalitaristas de las sociedades capitalistas. Resuenan el excelente Carrer, festa i revolta. Els usos simbòlics de l’espai públic a Barcelona (1951-2000) (Generalitat de Catalunya, 2003) sobre el movimiento y las movilizaciones de los barceloneses en la segunda mitad del siglo XX respecto a sus apropiaciones de los espacios públicos, desde una reivindicación imperativa de derechos como el de manifestación, un derecho desvergonzadamente pisoteado por los poderes públicos supuestamente democráticos a lo largo de esta pasada primavera –véase el número de manifestaciones físicamente secuestradas y reprimidas en Barcelona, desde mayo de 2007, por centenares de agentes de la seguridad del estado, bajo la más absoluta cobertura institucional y mediática–; reivindicaciones del anonimato del peatón frente a las racionalizaciones jerarquizadoras con que se legitiman discriminaciones bien visibles en los espacios públicos; críticas demoledoras del discurso a favor de la tolerancia como un medio por afianzar la perpetuación de interpretaciones y conductas estigmatizadoras; y un incisivo análisis de la figura amplia de la mujer “pública” y el papel del género en las relaciones sociales.
Podría afirmarse que si el combate de la ciencia por hacer inteligible en términos absolutos la experiencia de lo real está condenado al fracaso, también lo está –como sostiene Delgado– la pretensión de políticos, arquitectos y urbanistas de ordenar, apaciguar, escamotear y reprimir la imprevisibilidad explosiva de eso que sería la yema del huevo de la sociedad: su encuentro en las calles. Si la posmodernidad comporta el triunfo actual del capitalismo en cuanto a su capacidad de mercantilizar toda clase de experiencia humana y de relación social, y de todos los frutos que deriven de ellas, las calles se significan no ya sólo como el más acérrimo enemigo de los poderes económicos y políticos establecidos, sino como la más descomunal potencia con vista al florecimiento de lo desconocido, una vía para otra cosa. El pánico, el terror del poder público a que las calles sean lo que son –la sociedad visibilizada sin tapujos ni ambages, con toda la carga concebible de representaciones conscientes e inconscientes a sus espaldas, con todos los procesos estructuradotes y simultáneamente estructurándose en su cuerpo, con todas las experiencias anómicas que recoge en su seno como puertas de salida a órdenes sociales distintos–, sostiene su propia fijación, permanente fijación, en proyectar en ellas el moho, la suciedad, la herrumbre extrema sobre las cuales se fundamenta ese mismo poder –de ahí la elaboración de ordenanzas de “civismo”–.
Por esa razón Sociedades movedizas aparece como una contundente,
iluminadora, perspicaz y necesaria reflexión antropológica sobre el derecho
inalienable del transeúnte a la libertad: la libertad de cruzar cualquier
esfera de lo social, del espacio como proceso social, para convertir la
experiencia colectiva en lo que sea: en principio, cualquier otra cosa menos lo
que se quiere hacer suponer que debería ser (orden, coherencia, la pulcritud
tenue de una explotación social “sostenible” de una minoría sobre la mayoría).
Bellamente placentera en su lectura, inagotable en cuanto a sugerencias,
precisa en su desarrollo argumentativo, voraz en su afán de captar el universo
cotidiano de lo urbano, monstruosa en la densidad de su levitación, Delgado
culmina en ella una exploración sin fin cuyo destino está condenado a escaparse
de nuestras manos. Digámoslo otra vez: no es el lugar, sino el trance potencial
que en él se esconde. Incluso aunque no tuviéramos ninguna esperanza a la hora
de transformar las cosas, las calles se alzan como nuestra única esperanza como
estandarte de vida, porque en ellas residen al mismo tiempo el corazón que
bombea la sangre del cuerpo social y los propios estrechos, abismos,
callejones, avenidas, descampados, plazas y caminos por los que este transita:
mientras hay vida, hay calles, del mismo modo que la calle –y no es bajo ningún
concepto una casualidad– es lo último que se pierde. Heridas, pérdidas,
transfusiones, hemorragias, contagios, pesadillas y sueños forman parte de ese
recorrido. Sólo en su materialización podemos avistar algún sentido.
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